

Una pareja felizmente casada solo tenía un problema importante en su relación: la rutina matutina del esposo de tirarse pedos como una sirena de niebla. Todos los días, su esposa se despertaba con las explosiones atronadoras, jadeando mientras los gases nocivos le hacían lagrimear los ojos.
“¡Por favor, por el amor de todo lo sagrado, PARA!”, le rogaba a diario.
“No puedo evitarlo”, decía él. “¡Es totalmente natural!”.
Ella le advertía: “Un día, te vas a reventar las tripas”.
Los años pasaron, y con ellos sus explosiones matutinas. Entonces llegó la mañana de Navidad. Mientras la esposa preparaba el pavo, se quedó mirando el montón de entrañas —molleja, hígado, cuello y todo— y se le ocurrió una idea brillante y perversa.
Subió sigilosamente las escaleras, donde su marido seguía dormitando, apartó las sábanas con cuidado y, con sumo cuidado, metió el tazón entero de tripas de pavo en su ropa interior antes de volver a arroparlo.
Un rato después, la casa se estremeció con su habitual erupción matutina, solo que esta vez, seguida de un grito espeluznante. El sonido de pasos frenéticos resonó hacia el baño.
La esposa se desplomó en el suelo, riendo tan fuerte que apenas podía respirar.
Veinte minutos después, el marido emergió, pálido como un fantasma, con su ropa interior manchada de sangre. Su rostro era una máscara de horror.
Intentando mantener la compostura, su esposa preguntó: “¿Qué pasó?”.
Tragó saliva. “Cariño… tenías razón. Durante todos estos años me lo advertiste, pero nunca te escuché”.
“¿Qué quieres decir?”, preguntó ella, apenas controlando la voz.
“Bueno… por fin pasó. Me tiré un pedo hasta las tripas”. Se estremeció y añadió: “Pero por la gracia de Dios, un poco de vaselina y dos dedos… creo que conseguí que me las devolvieran casi todas”.
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