

Hay cosas que ni con toda la experiencia de la vida logramos entender. ¿Por qué algunos se vuelven más sabios con la edad y otros más descarados? ¿Por qué la bondad despierta en ciertas personas no agradecimiento, sino ganas de aprovecharse? Esta historia no es inventada, es una amarga realidad. La historia de mi vecina de la urbanización, Doña Carmen López. Una mujer mayor, de corazón generoso y, como descubriría después, de un alma trágicamente ingenua.
Vive sola en una casa pequeña en las afueras de Toledo. La vivienda no es nueva, pero es acogedora y bien cuidada. Junto a la casa principal hay una casita de dos plantas que antes solía alquilar. Antes de la pandemia, siempre tenía inquilinos fijos: estudiantes, obreros, gente que buscaba un lugar temporal. Pero en los últimos años, a veces quedaba vacía, o alguien se instalaba unos meses.
Un día me llama, con alegría en la voz:
“María, no me mandes a nadie, ¡ya encontré inquilinos! Una pareja joven, muy educados, vinieron del pueblo. Dicen que se mudaron a la ciudad para buscar trabajo, que no tienen casi nada, ni dinero ni comida, pero prometen pagar todo en cuanto se establezcan”.
Me quedé preocupada. Algo en su relato me hacía desconfiar, pero no quise entrometerme. Hice como si nada y seguí con mi día. Sin embargo, una semana después, Doña Carmen me llama de nuevo, esta vez llorando.
Resulta que esos dos le los “recomendó” una vecina del barrio —”buena gente, buscan alojamiento”, le dijo. Llegaron con solo unas mochilas, diciendo que el resto de sus cosas las traería el hermano del pueblo. No tenían ni ropa de cama, ni platos, ni siquiera una taza. Doña Carmen, compadecida, les abrió las puertas. Les dio cobijo, mantas, ollas, cubiertos y hasta tres latas de fabada de su despensa —”para que aguanten”.
Prometieron que en una semana llegaría el hermano con más pertenencias y dinero, que él ya casi tenía trabajo en una obra y ella en un supermercado. Todo sonaba convincente, tal vez demasiado.
A los pocos días, la “esposa” contó que ya estaba haciendo pruebas en el súper, que todo iba bien y que pronto cobraría su primer sueldo. Mientras, el “marido” se fue “al pueblo por sus cosas”.
Pasó la semana. Ni rastro de ellos. Los teléfonos no respondían. Doña Carmen, angustiada, llamaba cada día, preocupada por si les había pasado algo. Hasta que, al tercer día, cayó en la cuenta: la habían engañado. Le dieron gato por liebre.
Aquella pareja vivió una semana en su casita, comieron de su comida, usaron sus cosas, gastaron su luz… y desaparecieron. Fue un timo calculado al milímetro. Buscaban a ancianos solos, se aprovechaban de su compasión y obtenían todo gratis en unos días.
Lo que más le duele a Doña Carmen no son las latas de fabada ni las mantas, sino su propia confianza rota. A sus 73 años, todavía no distingue cuándo le mienten. Le hirieron donde más duele: en su humanidad. Ella creyó de verdad que ayudaba, que hacía una buena acción… y solo recibió silencio y ollas vacías.
Ahora díganme: ¿son todos los caseros unos explotadores? ¿O hay otra cara de la moneda? Gente que desde el principio busca engañar, que persigue a mayores, solos, bondadosos… y abusa de su vulnerabilidad sin remordimientos.
La historia de Doña Carmen es un recordatorio para todos. Que la bondad no debe ser ciega. Que confiar no es ser ingenuo. Y que hasta el corazón más generoso debe saber decir “no”, especialmente a quienes llegan con las manos vacías y las palabras dulces.
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