

Oye, te cuento una historia que me pasó… Resulta que solo quería una cena tranquila con amigos, pero un invitado inesperado convirtió la noche en una pesadilla.
Todo iba a ser para celebrar mi ascenso en el trabajo. Lo tenía todo planeado: el menú, el vino, la vajilla… hasta la música de fondo. Quería algo íntimo, con buena vibra, sin florituras. Que mis más cercanos se sintieran como en casa: reírnos, charlar, disfrutar sin pensar en facturas ni curros.
Invité solo a cinco personas: mi mejor amiga Lucía y su marido Álvaro, mi amigo de la uni Sergio, y Laura, una compañera de trabajo con la que me llevo genial. Todos se conocían, así que esperaba un ambiente relajado, sin tensiones.
La velada empezó de maravilla. Sobre la mesa, unas tapas riquísimas: pan con tomate, croquetas, jamón ibérico… Todos llegaron puntuales, bien vestidos y de buen humor. El vino fluía, las charlas también: Lucía y Laura hablaban de viajes, Sergio contaba anécdotas de su nuevo trabajo. Yo sonreía, todo salía perfecto.
Y entonces… llamaron a la puerta.
Me extrañó, porque todos mis invitados ya estaban ahí. Pensé que podía ser un vecino o un repartidor equivocado. Abro… y me encuentro con un tío que suelta sin más:
—¡Hola! Soy Jorge, amigo de Lucía. Dijo que podía pasar. ¿No molesto, no?
Y, sin esperar respuesta, se coló dentro.
Me quedé de piedra. Lucía jamás me había hablado de ningún Jorge. La miré con los ojos como platos, y ella, mirando al suelo, musitó:
—Bueno… se lo comenté por casualidad y él se apuntó…
Contuve las ganas de montarle un pollo. No quería arruinar la noche. Fingí que todo iba bien, le serví vino a Jorge y lo presenté a los demás. Todos se miraron, pero asintieron por educación.
Pero pronto quedó claro: ese era EL invitado que sobra en cualquier cena.
Jorge no paraba de hablar, cortaba a todos, soltaba bromas fuera de lugar y reía como un descosido. Su copa de vino vaciaba más rápido que la de nadie, y con ella, cualquier resto de decencia.
Lucía se puso tensísima. Fingía sonreír, pero parecía querer desaparecer. Álvaro se quedó serio, Sergio ponía los ojos en blanco, y Laura contaba los segundos para irse.
El colmo fue cuando Jorge, tambaleándose, alzó la copa y gritó:
—¡Por la amistad… y por los nuevos amigos! Aunque, si soy sincero, no sé cómo aguantáis a Lucía. Es maja, pero qué coñazo, ¿eh?
El silencio fue absoluto. Lucía palideció, Álvaro apretó los puños, Sergio se atragantó y Laura casi tira la copa.
—Jorge, basta —susurró Lucía, al borde del llanto.
—¡Venga ya, qué gente más cuadriculada! —se rió él, como si nada.
Y ahí, se me acabó la paciencia.
Me levanté, le clavé la mirada y le dije tranquila, pero muy firme:
—Jorge, gracias por venir. Pero te toca irte. Estás sobrando.
Él se rio:
—¿En serio? ¿Que molesto? Venga, no exageres, Bea.
—Lo digo en serio. Largo.
Le señalé la puerta. El silencio era tan denso que podía cortarse con cuchillo. Hasta Jorge entendió que no había discusión posible. Se encogió de hombros y se fue.
Cerré la puerta. Respiré hondo. Y me giré hacia mis amigos.
—Perdonad. No sabía que iba a aparecer. Esto no era lo que tenía planeado.
Lucía, con los ojos rojos, murmuró:
—Perdóname. No… no pensé que se pondría así.
—Tranquila —dijo Álvaro—. Ahora sí que estamos mejor.
Sergio soltó una risa:
—Bueno, al menos tendremos anécdota.
Todos reímos. La tensión se fue disipando.
El resto de la noche no fue perfecto como yo soñaba, pero fue mil veces más auténtico. Hablamos sin filtros, nos reímos, nos sincéramos. La cena no fue impecable… pero fue real. Y aprendí algo: aunque no puedas controlar quién entra en tu fiesta, siempre decides quién se queda.
Y, de ahora en adelante, voy a mirar con lupa a los “amigos” que otros inviten sin avisar. Sobre todo… si los invita Lucía.
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