MI PADRE ME DIJO QUE VA A LA BOLERA A REUNIRSE CON MI DIFUNTA MADRE 

Mi papá siempre ha sido un hombre de rutina. Desde que era niño, los martes por la tarde, cogía su vieja bolsa de cuero para jugar a los bolos, me hacía un gesto de saludo al salir y se dirigía a la bolera local. Era una tradición que él y mi mamá iniciaron hace décadas, algo que los unió a lo largo de los años. Incluso después de su fallecimiento, nunca se saltaba un martes. Siempre decía que cuando estaba allí, sentía como si ella todavía estuviera con él, su risa resonando en su mente mientras jugaba a los bolos durante toda la noche.

Hace un año, las cosas empezaron a cambiar. Al principio, eran pequeñas cosas: olvidaba dónde había dejado las llaves, le costaba recordar el nombre de un vecino o extraviaba el correo. Pero los olvidos se volvieron más preocupantes. Se repetía en las conversaciones, se olvidaba de apagar la estufa, y un día, fue al supermercado y no encontraba el camino a casa. Ese fue el día que decidí mudarme con él.

Trabajar a distancia facilitó la decisión. Quería estar ahí para él, ayudarlo en esa batalla silenciosa que ni siquiera comprendía del todo que estaba librando. Sugerí que limitáramos sus salidas a los momentos en que pudiera acompañarlo, pero se resistió ferozmente. No era un niño, me recordó, y no necesitaba seguirlo. El único lugar al que insistía en ir solo era a la bolera. Decía que era su última conexión con mamá. No me atreví a discutirlo.

Pero una tarde, mientras estaba absorto en un proyecto, oí cerrarse la puerta principal. Se me revolvió el estómago. Salí corriendo justo a tiempo para ver su coche salir de la entrada. El pánico me invadió. Se suponía que ya no debía conducir solo. Sin dudarlo, agarré mis llaves y seguí la ruta que ya conocía hasta la bolera, con la esperanza de que hubiera ido allí.

Al llegar, mis ojos recorrieron los carriles, buscándolo. Y entonces lo vi, de pie cerca del carril seis, con una sonrisa cálida y encantada en el rostro, mientras le daba la mano a una mujer. Se me cortó la respiración. ¿Quién era? ¿Qué estaba pasando? ¿La habría confundido con otra persona? ¿Se estaría aprovechando de él? Mi mente se llenó de posibilidades, ninguna buena.

Me apresuré a acercarme, con el corazón latiéndole con fuerza.

“¿Papá?” llamé, intentando mantener la voz firme.

Se giró hacia mí con expresión suave y contenta. «Ay, cariño, quiero presentarte a Linda». Señaló a la mujer que estaba a su lado. Probablemente rondaría los cuarenta y tantos, con ojos amables y una sonrisa cálida.

Dudé. “Hola, Linda”.

Me hizo un pequeño gesto de asentimiento, como si percibiera mi aprensión. «Debes ser su hija. Habla mucho de ti».

Forcé una sonrisa, aunque mi mente seguía dándole vueltas. “¿Cómo se conocen?”

Antes de que papá pudiera responder, Linda habló con dulzura. «Tu padre empezó a confundirme con tu madre hace unos meses». Lo miró con ternura. «Al principio, lo corregí. Pero cada vez que lo hacía, veía la decepción en sus ojos. Y entonces, un día, me di cuenta de que no solo estaba confundido. Estaba feliz. Cuando me miraba, veía a alguien a quien amaba».

Tragué saliva con fuerza. “Entonces… ¿lo dejaste pasar?”

Ella asintió. «No del todo. Nunca le mentí abiertamente, pero lo dejé hablar. Lo escuché. Me senté con él. Cuando quería jugar a los bolos, jugaba algunas rondas con él. Me contaba historias de sus citas, de su primera partida juntos, de cómo ella solía molestarlo cuando ganaba. Le permitía tener esos momentos».

No sabía qué decir. Una parte de mí quería enojarme, decirle que se equivocaba al alentar sus delirios. Pero otra parte veía lo que estaba haciendo: ofreciéndole algo que yo nunca podría. No se hacía pasar por mi madre; simplemente le daba la ilusión de compañía, aliviando su soledad de una manera que yo no sabía que necesitaba.

Me volví hacia papá, que me observaba atentamente. «Papá, ¿sabes quién soy?»

Él se rió entre dientes. “Claro que sí, cariño. Eres mi hija”.

El alivio me invadió, aunque la realidad persistía. Él aún me conocía. Pero su mundo se desvanecía, fundiéndose pasado y presente de maneras que yo no podía controlar.

Linda me puso una mano suave en el brazo. «Te lo prometo, no me estoy aprovechando de él. Solo… veo cuánto la ama. Y si, durante unas horas a la semana, vuelve a sentir ese amor, no creo que le haga daño a nadie».

Las lágrimas me quemaban en los ojos. Asentí, repentinamente abrumada por la emoción. “Gracias”, susurré.

Durante la siguiente hora, los observé jugar a los bolos juntos. Mi papá se rió, bromeó con Linda por su forma de jugar e incluso logró anotar un strike. Estaba feliz. Y en ese momento, eso era todo lo que importaba.

Cuando llegamos a casa, papá estaba cansado, pero de buen humor. Esa noche, mientras lo arropaba, me tomó de la mano.

—Sabes, cariño —murmuró—, creo que a tu madre le habría gustado Linda.

Sonreí, apretándole la mano. “Yo también lo creo, papá”.

Las semanas siguientes fueron más fáciles. Dejé de preocuparme tanto cuando iba a la bolera. Le permitía tener su tiempo, sus recuerdos, su pequeño trocito de felicidad. Y cada martes, cuando volvía a casa con paso ligero, le agradecía en silencio a Linda por ser su ángel en la bolera.

La vida no siempre es justa, y el tiempo no siempre nos da lo que queremos. Pero en esos fugaces momentos de alegría, en la bondad de los desconocidos, en el amor que nunca se desvanece, encontramos algo a lo que aferrarnos.

Si esta historia te conmovió, dale a “me gusta” y compártela. Compartamos bondad y recordémonos que el amor, en todas sus formas, nunca nos abandona del todo.

Hãy bình luận đầu tiên

Để lại một phản hồi

Thư điện tử của bạn sẽ không được hiện thị công khai.


*