En una triste mañana de otoño en la tranquila ciudad de Valea Veche, un perro solitario apareció en el cementerio.
Sus ojos, cargados de emoción, no se apartaron jamás de la cruz de madera clavada en el suelo.
—Ese es el perro de Santa —susurró alguien—. El pobre no se da cuenta de que su amo no va a volver.
Los habitantes del pueblo se referían a Moș Gheorghe, llamado cariñosamente “Papá Noel” por su barba blanca y su mirada bondadosa. Vivía solo en las afueras del pueblo, y su único compañero constante era Ursu, el fiel perro. Desde el funeral de Gheorghe tres días antes, la gente daba por sentado que Ursu se alejaría. Pero el perro nunca se fue.
Cada día, Ursu regresaba al mismo lugar junto a la tumba. Apenas se movía, comía muy poco y velaba en silencio. Algunos vecinos le llevaban comida y agua, pero Ursu parecía desinteresado. Su tristeza era más profunda que el simple dolor, como si supiera algo que otros desconocían.
“Así es la lealtad”, dijeron los ancianos. “Se quedará ahí hasta que se le rompa el corazón”.

María, la maestra local, pasaba por el cementerio cada mañana camino al trabajo. Siempre se detenía a hablar con Ursu y le dejaba algo de comer. Pasó una semana antes de que notara un cambio. El perro había empezado a cavar cerca de la tumba. Al principio, fue leve. Pero pronto, la excavación se volvió más concentrada.
«Debe oler a su amo y quiere alcanzarlo», especuló alguien.
Pero la excavación de Ursu se intensificó. Mañana y noche, sus patas rasgaban el suelo. Su pelaje estaba sucio y sus almohadillas sangraban por el esfuerzo. Aun así, regresaba una y otra vez, como si tuviera un propósito.
Una mañana, María observó en silencio y susurró: “Ursu, ¿qué estás tratando de decirnos?”
No se detuvo. Simplemente siguió cavando.
Pronto, los rumores se extendieron por el pueblo. Algunos lo descartaron como dolor. Otros se sintieron incómodos. María regresó esa noche con su primo, el diputado Tudor Lupu, un hombre tranquilo y confiable. Aunque no había alertado a sus superiores, presentía que algo andaba mal.
Tudor examinó el lugar. La cruz de madera estaba inestable y un olor extraño emanaba del suelo removido.
“Si esto continúa así, tendremos que abrir la tumba”, dijo.
María asintió solemnemente. «Algo no anda bien».
A la mañana siguiente, con la aprobación vacilante del alcalde y un funcionario del condado presente, comenzaron a exhumar la tumba.
Ursu retrocedió en silencio, como si hubiera estado esperando esto.
Mientras los trabajadores cavaban, el cementerio quedó en silencio. Nadie habló. Cuando el ataúd emergió, parecía rayado y desigual. Tudor levantó la tapa con cuidado.
Dentro no estaba Moș Gheorghe, sino un desconocido de mediana edad, desconocido para todos. Su camisa estaba ensangrentada y los moretones en el cuello sugerían que había sido estrangulado.
—¿Quién es? —murmuró Tudor con incredulidad.
—¡Pero yo mismo enterré a Santa! —gritó Dorel, el sepulturero—. ¡Juro que estaba en esa caja!
María miró a Ursu, que yacía junto a la tumba. No estaba afligido; parecía tranquilo, casi aliviado.
Tudor ordenó reabrir la casa donde había vivido Gheorghe. Dentro, encontraron señales de forcejeo: muebles rotos, sangre seca y, curiosamente, la cartera y el abrigo de Gheorghe estaban cuidadosamente colocados sobre una silla.
Aún así, el anciano seguía desaparecido.
La especulación se desató. ¿Acaso Gheorghe fue asesinado por dinero? ¿Lo habrían escondido? ¿Y quién era el hombre en el ataúd?

María volvía al cementerio una y otra vez. Ursu siempre estaba allí, ya no cavaba, solo vigilaba.
Dos semanas después, un excursionista descubrió un cuerpo envuelto en una manta, escondido en el bosque cerca de la cantera. Aunque estaba descompuesto, una cartera en su interior confirmó la identidad: Gheorghe Banu, de 76 años.
El verdadero Papá Noel.
Los investigadores creían que Gheorghe había sido asesinado y reemplazado por un extraño para ocultar el crimen. Quienquiera que lo hiciera nunca esperó que el perro diera la alarma. Ursu lo había sabido desde el principio. No estaba de luto, sino que guardaba la verdad.
Ursu se convirtió en una leyenda. Los lugareños le llevaban comida y mantas. Un periódico tituló: «El perro que resolvió un misterio». Los escolares dibujaron a Ursu tumbado junto a la tumba, tranquilo y noble.
Pero la fama no significaba nada para él.
Todos los días, regresaba al lugar donde Gheorghe yacía, ahora marcado con una sencilla lápida. Allí, Ursu se quedó, sin buscar más, solo observando.
En el aula de María, una fotografía enmarcada de Ursu estaba en el estante debajo de una cita escrita a mano:
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