Todas las mañanas, Calvin, de seis años, salía disparado por la puerta como una bala de cañón, gritándole adiós al perro, agitando su dinosaurio de juguete,
Y corriendo hacia la parada del autobús. Su sonrisa podía iluminar toda la calle. Pero poco a poco, esa luz se atenuó. Dejó de sonreír.
Empezó a quejarse de dolores de estómago. Rogaba por la luz del pasillo por la noche. Y lo peor de todo: dejó de dibujar. Mi pequeño…
El artista, que antes cubría las paredes con animales de zoológico, ahora solo garabateaba espirales oscuros. O nada en absoluto. Sabía que algo andaba mal.
Así que una mañana, en lugar de observar desde el porche, lo acompañé hasta el autobús. Apretaba su mochila como si fuera a irse flotando.
Cuando se abrieron las puertas, dudó. Le susurré: «Estás bien». Asintió.
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