Traición en la mesa nupcial

La Traición en la Mesa Nupcial

Teresa Martínez llamó con impaciencia a la puerta del piso de su hijo y su nuera. La alegría la inundaba: deseaba mostrar las fotos de la gran boda de su hija pequeña, celebrada el fin de semana pasado. La puerta se abrió, y ante ella apareció su nuera, Lucía. Su rostro estaba sombrío, los ojos enrojecidos por el llanto. «Ah, es usted. Pase», murmuró con frialdad. Teresa sintió al instante que algo no iba bien. «Lucía, ¿ha pasado algo?», preguntó con cautela al entrar. «¡Sí, ha pasado! ¡Voy a divorciarme de su hijo!», estalló Lucía, con la voz temblorosa de indignación. «¿Divorciarse? ¿Por qué?», exclamó la suegra, sin dar crédito a sus oídos. «¿De verdad no sabe lo que ha hecho su hijo?», replicó Lucía con sarcasmo. «¡No! ¿Qué ha hecho?», preguntó Teresa, mirando a su nuera con desconcierto mientras el corazón se le encogía de angustia.

Dos meses atrás, en un tranquilo pueblo junto al río Ebro, había surgido una discusión entre Lucía y la hermana de su esposo, Carmen. «¡Una boda es para toda la vida! ¿Por qué no quieren celebrarla como es debido?», se quejó Carmen al enterarse de que Lucía y su hermano Javier habían decidido prescindir de una gran fiesta. «Me parece un derroche inútil. Prefiero invertir ese dinero en algo más valioso», respondió Lucía con serenidad. «¿Como qué?», inquirió Carmen, frunciendo los ojos con desconfianza. «Un viaje, un coche, o la entrada para una casa», enumeró Lucía. «O sea, tienen el dinero pero no quieren gastarlo en su boda», dijo Carmen, sorprendida. Lucía no contestó, pero su silencio lo decía todo.

Javier y Lucía optaron por una sencilla ceremonia en el registro civil y una cena íntima con sus seres más queridos. Carmen y su prometido no podían faltar, aunque al principio ella amenazó con no acudir. Pero al final cambió de idea: tenía preparada una sorpresa que trastocaría la velada.

Tras la ceremonia, los recién casados y sus invitados se dirigieron a la casa de los padres de Lucía, en las afueras del pueblo. Sus padres se encargaron de preparar un festín casero. Aunque solo eran doce personas, la mesa rebosaba de manjares.

Cuando comenzaron los brindis, Carmen se levantó de repente con la copa en alto. Su voz temblaba, pero era clara: «¡Felicidades a los novios! Pero quiero anunciar algo más: ¡Olegario y yo también nos vamos a casar!». Todos los ojos se volvieron hacia ella. Los invitados empezaron a felicitarla entre aplausos, mientras Lucía sentía un nudo de amargura en el pecho. Carmen, radiante, presumía de que celebraría una boda espectacular, de la que todo el pueblo hablaría.

Lucía no pudo librarse de ese resentimiento durante toda la noche. Su día especial había quedado ensombrecido. Al marcharse los invitados, estalló ante Javier: «¿Por qué lo hizo? ¿Para fastidiarnos? ¿Para recordarnos que no hemos hecho las cosas a su manera?». «No le des importancia, Lucía— intentó calmarla Javier—. Al menos nuestro dinero está a salvo, lo gastaremos en algo que de verdad nos importe». «¿Y si nos vamos a la playa?— propuso Lucía, animándose—. Necesito alejarme de todo este jaleo». «Mañana lo hablamos», evadió Javier, y ella, agotada, aceptó dejarlo para después.

Pasaron dos semanas, y Carmen entregó a Javier y Lucía la invitación a su boda. «No quiero ir», refunfuñó Lucía, torciendo el sobre entre sus dedos. «Pues no vamos», sonrió Javier. «¿Entonces nos vamos a la playa?— insistió Lucía—. Después de lo que hizo Carmen, no quiero verla». De pronto, Javier se puso nervioso. Sudaba y evitaba su mirada. «Quizá más tarde… Pero a la boda de mi hermana no puedo faltar», balbuceó. «¿Entonces para qué me lo sugeriste?», replicó Lucía, apartándose con frialdad.

A regañadientes, Lucía acudió a la boda. El evento fue deslumbrante: limusinas, banquete en el mejor restaurante del pueblo, fuegos artificiales, fotógrafos profesionales… «Menudo despilfarro— susurró Lucía—. El vestido seguro que costó una fortuna. ¿Tanto dinero por un solo día?». Javier murmuró algo ininteligible, y Lucía no supo si estaba de acuerdo o no.

Al día siguiente, Lucía volvió a mencionar el viaje: «He encontrado billetes, ¡vámonos!». «Lucía, no hay dinero», confesó Javier con una sonrisa tensa. «¿Cómo que no?— rio ella—. Tenemos ahorrados diez mil euros, ¿te has olvidado?». «Se los he prestado a Carmen para la boda— confesó Javier, evitando su mirada—. Pero los devolverá». Lucía palideció, temblando: «¿Se los has dado sin consultarme? ¡Ese dinero es de los dos!». «Carmen lo necesitaba— se justificó él—. Los irá devolviendo poco a poco». «¡No los quiero después, los quiero ahora!», gritó Lucía, sintiendo que el suelo se hundía bajo sus pies.

En ese momento, Teresa llamó a la puerta, entrando con fotos de la boda de su hija, orgullosa. Lucía, sin contenerse, estalló: «¿Sabía que su hijo le pagó la boda a Carmen?». «Claro— respondió con calma la suegra—. ¿Quién si no su hermano la ayudaría?». «¡Increíble!— se ahogó Lucía—. Renunciamos a nuestra fiesta para ahorrar, ¡y él regala el dinero a su hermana! ¡Eres un traidor, Javier!». «¿Hacemos un drama por un poco de dinero?— se indignó Teresa, apartando a Lucía—. ¡Vaya modales!». Lucía contuvo las lágrimas a duras penas. «La mitad de ese dinero es mío— declaró—. Devuélvemelo antes del domingo o iré a juicio». Dicho esto, se encerró en otra habitación, dejándolos en shock.

«¡Qué desagradecida!— le espetó Teresa—. ¡Lleva poco casada y ya monta estos numeritos!». Pero Lucía no bromeaba. Presentó el divorcio y demandó judicialmente su parte. Ganó el juicio: Javier tuvo que devolverle cinco mil euros.

Con ese dinero, Lucía se marchó a la costa. Allí, bajo el sol y el rumor de las olas, conoció a un hombre que se convirtió en su nuevo amor. Al volver, ya no estaba sola. Y en su corazón, al fin, reinaban la paz y la esperanza de un nuevo comienzo.

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