

Empezó como una broma. Estábamos planeando una noche informal de chicas (postre, bebidas, quizás una pequeña visita a los bares) y Salomé dijo: “¿Y si invitamos a la abuela?”.
Todos nos reímos. Y luego lo hicimos.
La abuela apareció con una blusa de mariposas, pendientes llamativos y ese chaleco de punto que se niega a dejar de usar. Parecía una colcha de retazos andante y, de alguna manera,… icónica. La gente giró la cabeza cuando entramos.
Al principio, pensamos quedarnos solo a tomar un café y un trozo de tarta, y luego acompañarla educadamente a su casa. Pero no. La abuela pidió un capuchino y un chupito de algo que no supimos pronunciar. Le guiñó un ojo al camarero como si fuera la dueña del lugar.
Contó historias que nunca habíamos oído: sobre colarse en bares de jazz en los 60, bailar descalzos en Praga, un novio llamado Enzo que quizá pertenecía a la mafia. Nos enganchó.
Cuando una banda de jazz lento empezó a tocar en la parte de atrás, me animó a bailar. “No te pongas rígido”, dijo, meneando las caderas como si no tuviera casi noventa años. ¿Y cómo aplaudió la gente después? Como si fuera la estrella.
Lo más raro fue que no habíamos visto esa faceta de ella antes. Para nosotros, la abuela siempre había sido la dulce y reservada matriarca: alguien que hacía las mejores galletas y siempre tenía una historia sobre los “buenos viejos tiempos”, pero nunca imaginamos que estuviera tan… llena de vida. Era como un cofre del tesoro secreto, lleno de historias y risas, y con una vitalidad que ninguno de nosotros sabía que aún conservaba.
No pasó mucho tiempo antes de que todo el bar nos estuviera observando. La abuela era ahora el centro de atención, no solo por su edad, sino por la energía que traía al local. Cuando me hizo girar durante la segunda canción, vi fugazmente a los demás clientes, que sonreían y aplaudían al ritmo. Sentí un extraño orgullo, como si la abuela se hubiera convertido en un faro de alegría del que todos querían compartir.
Pasamos horas allí, riendo, hablando y bailando como si tuviéramos todo el tiempo del mundo. Y al terminar la noche, todos rebosábamos de una felicidad excepcional.
Mientras llevábamos a la abuela a casa, noté algo. Estaba más callada que de costumbre, y cuando hablaba, lo hacía con cierta suavidad. Se recostó en el asiento del coche y dijo: «Antes pensaba que la vida se trataba solo de superarla, ¿sabes? Pero esta noche recordé lo que se sentía vivir de verdad ». Sus palabras quedaron flotando en el aire entre nosotras, y entonces me di cuenta: tal vez éramos nosotras quienes necesitábamos esta noche tanto como ella.
Al día siguiente, mientras navegaba por las redes sociales, noté algo inusual. Una de las chicas de nuestra noche de chicas había publicado una foto de nosotras bailando, con un pie de foto que decía: “La primera noche de chicas de la abuela… y se robó el espectáculo. #Leyenda”.
Fue entonces cuando me di cuenta: nos habíamos topado con algo que tenía el poder de cambiarnos a todos. Salimos esa noche pensando que era solo una idea divertida, una forma de animar las cosas, pero lo que nos encontramos fue un recordatorio de lo fácil que es olvidarse de vivir. Con qué facilidad dejamos que nuestras rutinas, nuestras preocupaciones y nuestras expectativas nos dominen, y al hacerlo, a veces nos perdemos los momentos que hacen la vida realmente especial.
Pero ahí no terminó todo. Las siguientes semanas estuvieron llenas de cambios. Planeamos salir cada mes con la abuela. Ir de bar en bar, la música en vivo, los postres… se convirtieron en algo habitual. Pero no solo queríamos hacerlo por la abuela. Empezamos a desearlo por nosotras mismas. Ya no se trataba solo de hacerle compañía a la abuela; se trataba de redescubrir la alegría, la espontaneidad y vivir el momento.
Un viernes, apenas unos meses después, fuimos al mismo bar, esperando lo de siempre. Pero al llegar, la abuela no estaba con nosotros. Salomé la llamó varias veces, pero no contestó. Pensamos que simplemente estaba cansada y no tenía ganas de salir. Quizás estaba descansando en casa, disfrutando de la noche en paz.
Fue entonces cuando recibí un mensaje de mamá: «La abuela está en el hospital. Se cayó esta tarde, pero los médicos dicen que se pondrá bien. No te preocupes demasiado. Te mantendré al tanto».
Me impactó como un rayo. La abuela era de esas personas que creías que vivirían para siempre. Nunca esperas enfrentarte a la posibilidad de que el tiempo se agote. Había estado tan llena de vida que me parecía imposible pensar en ella como algo más que invencible. Pero ahí estaba yo, mirando mi teléfono, leyendo la noticia de que la abuela había caído, y de repente sentí que el mundo se desestabilizaba.
Corrimos al hospital con el corazón latiéndonos con fuerza. Cuando llegamos, la abuela estaba sentada en la cama, con la pierna enyesada, pero su sonrisa seguía tan radiante como siempre.
“Bueno, no esperaba pasar mi noche de viernes así”, bromeó, sonriéndonos.
Me invadió un gran alivio. Esperaba pánico, miedo, tal vez incluso lágrimas, pero en cambio, allí estaba ella, restándole importancia a la situación, como siempre.
La abuela nos aseguró que estaba bien. La caída le había dado un poco de miedo, pero no estaba grave. Nos dijo que solo se había tropezado con la alfombra de la sala, pero que los médicos la estaban atendiendo y que saldría en unos días.
Fue entonces cuando se acercó más, bajando la voz hasta convertirse en un susurro. «Estaba pensando en la otra noche», dijo. «Chicas, sois especiales. Me recordáis lo que se siente volver a vivir de verdad . No olvidéis seguir bailando. No esperéis a que las cosas se calmen para empezar a vivir. No necesitáis una razón para que cada noche sea memorable».
Sentí un nudo en la garganta al asentir. Tenía miedo, miedo de que fuera una advertencia, de que se nos acabara el tiempo. Pero no dije nada. En cambio, sonreí, como ella siempre nos había hecho.
—Seguiremos bailando, abuela —prometí.
Desde ese momento, comprendí algo que me acompañaría para siempre: no se trataba de cuántas noches nos quedaban ni de cuánto tiempo podíamos aprovechar, sino de cómo elegíamos vivir cada momento. El tiempo es impredecible, pero tenemos el poder de hacer que los momentos que tenemos cuenten.
Una semana después de que la abuela volviera a casa, nos reunimos de nuevo para nuestra noche de chicas. Y esta vez, no se trataba solo de divertirse. Se trataba de celebrar la vida, disfrutar de la alegría de estar juntas y crear recuerdos que perdurarían.
Bailamos. Reímos. Nos aseguramos de tomar muchas fotos. Pero lo más importante, nos prometimos no volver a estar sin la abuela. Ella no solo era el alma de la fiesta; era el pegamento que nos mantenía unidos, el recordatorio de que siempre podemos elegir vivir plenamente, sin importar la edad.
Y así, cada mes, sin falta, cumplíamos nuestra promesa con ella y con nosotras mismas. Ya no solo invitábamos a la abuela a una noche de chicas. Nos asegurábamos de que fuera nuestra propia noche, una llena de alegría, risas y todo lo que nos recuerda lo que realmente importa.
La vida es corta. A veces, basta con un pequeño recordatorio para detenernos y apreciar la belleza de las pequeñas cosas, de las personas que nos rodean y de los momentos que compartimos. No esperes. No pospongas tu felicidad. Si tienes la oportunidad de bailar, reír, amar, hazlo. Porque nunca se sabe cuándo podría ser tu última oportunidad.
Así que comparte esto con alguien que ames. Hazle saber que no necesita esperar el momento perfecto. Los mejores momentos son los que creas, simplemente viviendo plenamente los que tienes.
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