

Abracé fuerte a mi hija, sintiendo sus deditos hundirse en mi uniforme. Olía a protector solar y jugo, sus rizos húmedos se le pegaban a las mejillas. Ya estaba más grande, ¿cuánto me había perdido? El cartel en mi espalda se arrugó al moverse contra mí. «Tú la llamas Soldado, yo la llamo Mamá». Tragué saliva con dificultad. Ese título significaba más para mí que cualquier rango, cualquier medalla. Pero la verdad era que no estaba segura de cuánto tiempo podría conservarlo.
Se apartó lo justo para mirarme, sus grandes ojos buscando los míos. “Mami, ¿ya estás en casa?”
Quería decir que sí. Dios mío, quería hacerlo. Pero las órdenes en mi bolso decían lo contrario.
La casa olía a canela y a ropa recién lavada. Mi madre, su abuela, había estado al mando mientras yo estaba de servicio. Estaba en la puerta de la cocina, secándose las manos con un paño de cocina, con la mirada suave pero cautelosa. Ella lo sabía. Siempre lo sabía.
—Hola, cariño —dijo con voz firme, pero con un matiz tácito—. La cena está casi lista.
Mi hija, Lila, me tiró de la mano. “¡Mami, ven a ver mi cuarto! Tengo una colcha nueva. Es morada, ¡tu favorita!”
Dejé que me arrastrara por el pasillo, con las botas pesadas sobre el suelo de madera. Su habitación era una explosión de color: dibujos pegados en las paredes, peluches apilados sobre la cama y un pequeño escritorio lleno de crayones y papel. La colcha morada estaba cubierta de estrellas, y no pude evitar sonreír. Ella lo recordaba.
“Es precioso, Lila”, dije, sentándome en el borde de su cama. Se subió a mi regazo, su pequeño cuerpo encajaba a la perfección con el mío. “¿Tú hiciste todos estos dibujos?”
Ella asintió con orgullo. “Ese eres tú”, dijo, señalando a un monigote uniformado que sostenía una bandera. “Y esa soy yo. Y esa es la abuela. Y ese es papá”.
Se me encogió el corazón. Papá. Llevaba tres años desaparecido, perdido en un accidente de coche justo antes de mi último despliegue. Lila era demasiado pequeña para recordar mucho, pero llevaba su foto a todas partes, una versión diminuta en su mochila.
—Te extrañé, mami —susurró, su voz tan pequeña que me quebró.
Yo también te extrañé, cariño. Más que a nada.
La cena fue tranquila, de esas que parecen contener la respiración. Lila parloteaba sobre la escuela y sus amigos, pero yo sentía la mirada de mi madre clavada en mí, expectante. Cuando Lila por fin se fue a la cama, su pequeña mano aferrándose a la mía hasta que se quedó dormida, me reuní con mi madre en la sala.
“¿Cuánto tiempo?” preguntó en voz baja.
Saqué las órdenes de mi bolso y se las entregué. Las leyó despacio, apretando los labios hasta formar una fina línea. “¿Otros seis meses?”
—Me necesitan —dije, aunque las palabras me supieron amargas—. Es una misión crucial. No tengo elección.
Suspiró, dejando los papeles a un lado. «Siempre tienes una opción, cariño. Pero sé lo que esto significa para ti. Solo… asegúrate de que valga la pena».
A la mañana siguiente, llevé a Lila al parque. Ella corrió delante, su risa resonando como música. La vi subirse a la estructura de juegos, balanceando sus piernas con seguridad. Era tan valiente, tan llena de vida. ¿Cómo podría dejarla otra vez?
“¡Mami, mírame!” gritó, colgada boca abajo de las barras de mono.
—Te estoy mirando, cariño —dije con la voz entrecortada—. Eres increíble.
Mientras caminábamos a casa, me tomó de la mano. “Mami, ¿me lees un cuento esta noche?”
—Claro —dije, apretándole los dedos—. Lo que quieras.
Pero esa noche, mientras la arropaba, me miró con esos ojos grandes y serios. “Mami, ¿te vas otra vez?”
Me quedé paralizado. ¿Cómo iba a saberlo? No había dicho ni una palabra.
—Tengo que irme un rato —dije con cuidado—. Pero volveré. Lo prometo.
Le tembló el labio, pero asintió. «De acuerdo. Pero no te olvides de mí».
Nunca podría olvidarte, Lila. Nunca.
Los días pasaron demasiado rápido. Intenté aprovechar cada momento: ayudándola con la tarea, horneando galletas, incluso simplemente sentándome en el sofá a ver dibujos animados. Pero el peso de lo que se avecinaba me pesaba como una nube de tormenta.
La noche antes de irme, me senté en el borde de su cama, observándola dormir. Sus rizos se extendían sobre la almohada, con su conejito de peluche bajo el brazo. Le rocé la mejilla con la mano, memorizando la sensación de su piel, el sonido de su respiración.
—Te amo, Lila —susurré—. Más que a nada en este mundo.
El despliegue fue más duro esta vez. Los días eran largos, las noches aún más largas. Llevaba sus dibujos en el bolsillo y los sacaba cuando la soledad amenazaba con tragarme por completo. La llamaba cuando podía; su voz era un salvavidas a través de la estática.
Pero entonces, a mitad de camino, algo pasó. Una misión salió mal y me lastimé. Nada grave, pero suficiente para mandarme a casa antes de tiempo. No les dije nada; quería que fuera una sorpresa.
Cuando entré, Lila estaba en la sala, construyendo una torre de bloques. Levantó la vista y, por un instante, se quedó mirando. Luego echó a correr con los brazos abiertos.
¡Mami! ¡Ya llegaste!
Caí de rodillas y la agarré justo cuando se estrellaba contra mí. Su risa era el sonido más dulce que jamás había oído.
“Ya estoy en casa, cariño”, dije, con lágrimas corriendo por mi rostro. “Ya estoy en casa”.
Esa noche, mientras la arropaba, me miró con una sonrisa tan radiante que podría iluminar la noche más oscura. «Cumpliste tu promesa, mami».
—Sí —dije, besándola en la frente—. Y siempre lo haré.
La vida no es perfecta. Todavía hay desafíos, todavía hay momentos en que el peso de todo se siente demasiado. Pero cada vez que miro a Lila, recuerdo por qué hago lo que hago. Por ella. Por nosotros.
¿El giro? No se trataba solo de volver a casa. Se trataba de darme cuenta de que el hogar no es un lugar; son las personas que te quieren, que te esperan, que creen en ti pase lo que pase. Y a veces, lo más valiente que puedes hacer es dejar que sean tu fuerza.
Lección de vida: No importa lo lejos que llegues ni lo difícil que sea el camino, el amor siempre te traerá de vuelta. Atesora los momentos, aférrate a las personas que importan y nunca olvides que el hogar está donde está el corazón.
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