

Conocí a Daniel en una fiesta de una amiga en común—alegre, encantador, con una sonrisa que parecía iluminar todo a su alrededor. Fue la primera vez que me enamoré de verdad. Antes de él, no había tenido romances—crecí en un pueblo pequeño, con una educación estricta, donde lo único que importaba eran los estudios. Mis padres no me dejaban ni pensar en chicos. Envidiable a mis amigas que sí tenían parejas, pero seguí mi propio camino: primero, la carrera, y después, quizás, una familia.
Pero Daniel lo cambió todo. Nos acercamos rápido—era como si hubiera estado esperándolo toda la vida. Yo florecía a su lado, y él también. Hasta mis padres, tan severos, aprobaron nuestra relación, y poco después celebramos una boda sencilla. Un año más tarde, llegaron los gemelos—Lucas y Mateo. Fue felicidad, pero también una prueba. No estaba preparada para tanta responsabilidad, pero Daniel estuvo ahí—me ayudó, aprendió a ser padre. Juntos los bañábamos, les dábamos de comer, nos despertábamos de madrugada. Sabía escuchar, se esforzaba. Creí que habíamos tenido suerte.
Pero todo cambió cuando los niños crecieron. Se volvió distante. Llegaba tarde a casa, cansado, irritable. Empecé a sospechar—¿me estaría engañando? La respuesta llegó sola: un día, mientras se duchaba, una mujer llamó a su teléfono. Se presentó como Sofía. Y me dijo que llevaba más de un año saliendo con mi marido. El mundo se me vino abajo. Luego vino Carla. Después—Lucía. Más tarde—Elena y Adriana. Perdoné. Por los niños. Por la familia.
Tenía miedo de que, si nos separábamos, ellos crecerían sin un ejemplo de lo que era una familia. Y aguanté. Cerré los ojos. Limpié el dolor de mi alma. Pero cuando los niños se hicieron mayores y se marcharon de casa, todo quedó claro: entre Daniel y yo no quedaba nada. Éramos como vecinos. Ni amor, ni respeto. Nos divorciamos. Él se fue. Y yo me quedé. Aprendí a vivir con el silencio. Con la soledad. Intenté llenar el vacío—con amigas, aficiones, libros. Viví. Sin quejarme. Sin reproches.
Pasaron doce años. Una tarde de otoño, alguien llamó a la puerta. Era él. Daniel. Canoso, encorvado, irreconocible. Me pidió entrar. Dijo que quería hablar. Entre sorbos de café, confesó: nunca encontró la felicidad. Las mujeres iban y venían, no duró en ningún trabajo, la salud le falló. Se quedó sin nada. Solo. Infeliz. Y ahora pedía perdón. Pedía empezar de nuevo.
Y yo, sentada, sin saber qué decir. Doce años—ni una llamada, ni una carta, ni un mensaje en mi cumpleaños. ¿Y ahora, perdón? ¿Otra oportunidad? ¿Una vida nueva? Por dentro, todo duele. Pero el corazón también late—porque aún siento algo por él. Nunca amé a nadie más. No dejé que nadie entrara en mi vida. Es el padre de mis hijos. No es un desconocido. Pero tampoco es el mismo de antes.
No respondí. Me quedo aquí, pensando. Buscando fuerzas para perdonar. O para soltarlo, de una vez por todas.
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