

Pongamos la situación: una esposa llega temprano del trabajo, esperando la monotonía habitual de la vida doméstica, solo para entrar en su dormitorio y encontrar a su esposo, bueno… absorto. Y no solo con un crucigrama o un maratón de Netflix. No, este hombre está enredado en una situación muy comprometedora con una joven despampanante. Naturalmente, se desata el caos.
Lo que sigue es un torbellino de acusaciones, lágrimas y, sorprendentemente, una historia tan salvaje que haría que tu telenovela favorita pareciera insulsa.
“¡Cerdo irrespetuoso!”
Nuestra protagonista no pierde el tiempo en sutilezas. Con furia justificada, irrumpe en la sala, desatando una diatriba digna de una nominación al Oscar. “¡Cerdo irrespetuoso!”, grita. “¿Cómo te atreves a traicionarme? ¡He sido una esposa fiel, la madre de tus hijos! Estoy harta. Divorcio. Inmediatamente”.
El marido, aún presa del pánico y posiblemente arrepintiéndose de todas sus decisiones, levanta la mano como un niño al que le han pillado con la mano en la masa. “¡Espera, espera, espera!”, balbucea. “¡Déjame explicarte!”
A regañadientes, se cruza de brazos, mirándome con furia. “De acuerdo”, espeta. “Pero que estas sean las últimas palabras que escuche de ti”.
La explicación más salvaje del mundo
Aquí es donde la cosa se pone realmente cómica. El marido empieza su defensa, y vaya si viene preparado.
—Bueno —empieza—. Esto es lo que pasó. Iba conduciendo a casa, sin hacer nada, cuando vi a una joven pobre e indefensa al borde de la carretera. Tenía un aspecto horrible: flaca como un palo, sucia y completamente desanimada. ¡No había comido en tres días!
La expresión de la esposa permanece fría como una piedra, pero el marido insiste, claramente convencido de que está acertando.
Así que, por pura bondad, la llevé. Y luego, como soy tan buen chico, la traje a casa y le di de comer las enchiladas que te preparé anoche. Ya sabes, esas que no comías porque decías que te harían subir de peso.
La esposa entrecierra los ojos. “Continúa”, gruñe.
—Bueno —continúa, sudando a mares—, necesitaba una ducha, así que la dejé que se limpiara. Su ropa estaba sucia, llena de agujeros. Así que pensé: ¿por qué no ayudarla? Le di tus vaqueros de diseñador, ya sabes, esos que no te has puesto en años porque dices que te aprietan. Y entonces pensé: ¿para qué parar ahí?
La esposa aprieta la mandíbula, pero el marido está entusiasmado.
Una generosidad que no conoce límites
También le regalé la lencería que te compré para nuestro aniversario; ya sabes, esa que dijiste que nunca te pondrías porque tengo pésimo gusto. Ah, ¿y recuerdas esa blusa que te regaló tu hermana por Navidad? ¿La que te niegas a ponerte solo para fastidiarla? También la incluí.
Para entonces, el rostro de la esposa era un caleidoscopio de emociones: ira, incredulidad y quizás, solo quizás, un toque de admiración por la audacia de este hombre. Pero aún no había terminado.
—¡Y las botas! —exclama—. ¿Sabes? Esas caras que compraste y nunca usaste porque alguien en el trabajo tenía las mismas? También se las regalé.
El momento de dejar caer el micrófono
El esposo respira hondo, visiblemente exhausto por su propia historia de bondad. “Así que, mientras la acompañaba a la puerta”, concluye, “se volvió hacia mí, con lágrimas en los ojos, y me dijo: ‘Por favor… ¿tiene algo más que su esposa no use?'”.
Silencio. La esposa parpadea. En algún lugar, un grillo canta. Y entonces… bueno, esa parte depende de tu imaginación.
Lecciones de amor y risa
Si esta historia tiene una moraleja, probablemente sea sobre la honestidad, la comunicación y no asaltar el armario de tu pareja sin permiso. O tal vez sea que los momentos absurdos de la vida se afrontan mejor con sentido del humor.
Claro, la historia del esposo podría haber sido más ficción que realidad, pero bueno, se gana puntos por su creatividad, ¿no? Y para quienes vemos este drama desde lejos, es un recordatorio de que incluso en las situaciones más complicadas, la risa puede ser la mejor respuesta.
Ahora, si nos disculpan, vamos a revisar nuestros armarios, por si acaso alguien ha estado regalando nuestras prendas favoritas a nuestras espaldas.
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