La perdí para siempre antes de pedir perdón

Las calles oscuras de Salamanca acompañaban a Javier de vuelta a casa después de un largo día de trabajo. Caminaba sumido en sus pensamientos, pero una opresión en el pecho no lo abandonaba. Las ventanas de su piso en el cuarto piso permanecían a oscuras. «¿Dónde andará esta vez?», pensó con hastío. Al entrar, el silencio le golpeó como un mazazo. Apenas había dejado los zapatos cuando sonó el timbre. La vecina, con el rostro tenso, pronunció las palabras que partieron su mundo en dos: «Se han llevado a tu mujer, Isabel, en una ambulancia». Javier se quedó helado, incapaz de creer lo que oía. Su vida, llena de errores y oportunidades perdidas, se derrumbó en un instante, dejando solo dolor y remordimiento.

Esa idea lo golpeó como un trueno mientras aún caminaba por la calle. Se detuvo, sintiendo cómo el suelo desaparecía bajo sus pies. «¿Cómo pude ser tan ciego?», pensó mientras una mueca amarga se dibujaba en su rostro. Todo había sido tan evidente, y él no lo vio. En casa le esperaba Isabel, la mujer que una vez amó pero dejó de valorar hacía tiempo. Se imaginó el reencuentro: ella, como siempre, le soltaría un frío «¿Ya llegaste?» y se marcharía a la cocina sin mirarlo siquiera. «¿Cenarás?», preguntaría, y en su voz no habría rastro de calor.

Hubo un tiempo en que Isabel cocinaba con amor: hacía empanadas, coleccionaba recetas, envasaba conservas. Pero en los últimos años, todo cambió. Para los hijos, cuando venían, aún se esforzaba, pero para Javier no quedaba ni un gesto de cariño. Su comida se volvió insípida, como si la preparara por obligación. Cuando perdía la paciencia, Javier mismo freía patatas o cocinaba croquetas, en silencio, sin reproches. Isabel comía, pero nunca daba las gracias. Su indiferencia lo consumía, aunque él callaba para evitar discusiones.

Hubo una época en que Isabel era diferente. Su ternura, sus cuidados, sus abrazos cálidos reconfortaban su alma. Podía abrazarlo y quedarse quieta, como si le transmitiera el calor de su corazón. Pero esos momentos quedaron atrás. Ahora sus gestos parecían mecánicos, como una tarea que odiaba cumplir. ¿Cuándo empezó todo? ¿Acaso cuando él salía con los amigos mientras ella esperaba en casa? ¿O cuando no fue a recogerla del hospital después del nacimiento de su hijo menor porque «estaba celebrando con los colegas»? En ese momento pensó: «Total, era una ocasión especial». Pero la mirada de ella, llena de dolor, aún la recordaba.

Isabel cambió. Se volvió callada, distante. Se molestaba por sus comentarios, se encerraba en la habitación como si huyera de él. Javier se enfurecía: «¿Qué más da si digo la verdad? ¡Tengo derecho!». Pero su silencio era peor que un grito. Cuando venían los hijos, revivía: cocinaba, se movía por la casa, sonreía. Y con él, otra vez, el muro. «¿A quién intenta engañar?», pensaba. La vida pasaba, y su matrimonio se convirtió en una farsa.

Javier llevaba tiempo sin salir. Trabajaba como ingeniero, ganaba bien, no miraba a otras mujeres. Pero a Isabel, al parecer, le daba igual. Ella ganaba igual o más, era independiente, atrevida. ¿Por qué no se iba? ¿Por los hijos? Ya eran mayores. Él no la entendía. Intentó hacerlo alguna vez, pero al final se resignó: «Si quiere vivir así, allá ella». Pero en el fondo anhelaba una vida normal, una mujer que lo recibiera con alegría y lo despidiera con tristeza. Un amor que hacía tiempo se había esfumado.

Y ahora esa idea: ella no lo amaba. Quizás nunca lo hizo. Recordó cómo se sorprendió al principio, preguntándose por qué una mujer tan inteligente y culta lo habría elegido a él. Tal vez solo era cuestión de momento, y él, alto y atractivo, fue la opción más fácil. «Sabía que los hijos saldrían bonitos», pensó con amargura.

Entró en el piso oscuro, y el silencio lo ensordeció. «¿Dónde está?», la angustia creció. Tocaron el timbre. La vecina, apartando la mirada, murmuró:

—Javier… a Isabel se la llevó una ambulancia hace una hora.

Corrió por las calles, ahogándose en lágrimas. Por primera vez en su vida, rezó:

—Dios mío, por favor, no te la lleves. ¿Cómo viviré sin ella? ¡Te lo suplico! Si sobrevive, lo cambiaré todo, ¡lo juro! Iremos a misa, peregrinaremos, ¡lo que sea!

Pero no la volvió a ver con vida. En el hospital le dijeron que su corazón se detuvo en la ambulancia. El mundo se hizo añicos. Pasó días como en una niebla. Sus hijos, sus amigos, los familiares hablaban, pero él no oía nada. Solo escuchaba un martilleo en su cabeza: «No pedí perdón».

Ahora Javier vive solo. Sus hijos le ofrecieron irse con ellos, pero se negó. Visita a menudo una iglesia cercana. Entre el incienso y el silencio, le parece sentir a Isabel a su lado. Las paredes del templo, como si estuvieran vivas, comprenden su dolor. Mira los santos y susurra: «Perdóname por no valorarte». Pero no hay respuesta, solo el silencio, que ahora es su único compañero.

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