Para Nancy, su hijo Henry siempre había sido su mundo. Era su alegría, su razón de vida. Pero hace 23 años, todo cambió cuando un trágico accidente se lo arrebató. Desde entonces, se aferró a una pequeña pero significativa tradición: cada año, en el aniversario de su muerte, horneaba su pastel de manzana y canela favorito y se lo llevaba a la tumba. Era su forma de mantenerse conectada con él, de mantener vivo su recuerdo de la única manera que sabía. Ese día no fue diferente a los demás.
Nancy llegó al cementerio sosteniendo con cuidado el pastel caliente en sus manos. Lo depositó con delicadeza sobre la lápida, recorriendo con los dedos las conocidas letras del nombre de Henry. Palabras silenciosas brotaron de sus labios, palabras que había pronunciado cada año: palabras de amor, tristeza y añoranza. Aunque había pasado tanto tiempo, el dolor seguía siendo agudo, siempre presente, como un dolor con el que había aprendido a vivir. Al día siguiente, Nancy regresó al cementerio, esperando encontrar el pastel donde lo había dejado. Pero al llegar, se le encogió el corazón.
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