Mi suegra quiso imponer sus reglas en mi casa, le recordé quién manda aquí.

Mi suegra decidió que iba a imponer sus reglas en MI casa. Se lo recordé muy clarito: aquí la que manda soy yo.

Resulta que me tocó acoger a mi suegra en mi piso. No es que me hiciera ilusión, pero mi marido —un encanto de hombre— me lo pidió con esa cara de perrito abandonado. Su madre estaba en un apuro y, aunque me moría de ganas de decir que no, accedí. ¿Para qué buscar bronca? Pero claro, ella se lo tomó como invitación a reinar.

Desde el minuto uno, la señora se puso a reorganizar mi vida como si el piso fuera suyo. Y eso que ya le avisé: “Aquí las normas las pongo yo”. Nunca hemos sido uña y carne, la verdad. A ella le jode que no baile al son que me toca, y a mí me saca de quicio su manía de mandar y dar lecciones como si fuera el oráculo de Delfos.

Empezó a quejarse a mi marido, pero él, que tiene dos dedos de frente, ni caso. Lo que más le escuece es que el piso es mío, no suyo, así que no puede hacer lo que le dé la gana.

Mi suegra tiene otra hija, Lola, cuatro años más joven que yo. Se casó el año pasado, ya embarazada, y se fueron a vivir con los suegros. Aguántaron seis meses, hasta que el bebé nació y Lola salió pitando de allí. Mi suegra, lagrimeando como si fuera telenovela, soltó el drama:

“¡Han destrozado a mi niña! ¡Esa bruja de suegra es una víbora! ¡Solo sabe humillar y poner verde a mi pobre hija!”.

Casi me parto de risa. Vamos, que la dichosa suegra era su clon, palabra por palabra. Qué ironía, ¿no?

Al final, Lola no se divorció. Su marido —un tipo que apenas llega a la paga mínima— siguió pasándole algo de dinero hasta que, al mes, volvió con ellas. A vivir en el minipiso de mi suegra, claro. Imagínate el espectáculo: la abuela durmiendo en el sofá de la cocina, el yerno que no la traga y Lola, la oveja descarriada, defendiendo a su marido en cada pelea:

“¡Mamá, no fastidies mi matrimonio!”.

Ahí le solté:

“¿Y por qué no les buscáis un alquiler?”.

Mi suegra puso cara de “*¿De qué planeta vienes?*”:

“¡Con lo que gana ese chico y Lola de baja maternal! ¿Qué van a pagar, un trastero?”.

“Pues eso es su lío, no el mío”.

Pero no, la cosa no acabó ahí. La señora empezó a aparecer por casa cada dos por tres: primero lloriqueando por la mala suerte, luego quejándose del dolor de espalda por dormir en el sofá, luego con los dramas del yerno… Hasta que un día soltó la bomba:

“No aguanto más con ellos. ¿Puedo quedarme con vosotros? ¡Solo un poquito!”.

Cada fibra de mi ser gritaba “NO”, pero mi marido me miró con esos ojos de cachorro y juró que sería cosa de dos meses. Total, que cedí. Eso sí, con normas claras. Ella, más falsa que un billete de tres euros: “Sí, hija, lo que tú digas”.

Las primeras semanas fue un ángel. Luego… empezó el circo.

Todo le parecía mal. Los cojines “no combinan”, los cuadros “están torcidos”, las cortinas “son horteras”. Yo, al principio, tragaba. Cuando me harté, mi marido intentó hablar con ella. Para nada. Los dos meses se convirtieron en seis (¡sorpresa! Lola no tenía planes de mudarse).

Luego vinieron las joyitas: “¡Gastas mucha agua!”, “Esa tortilla está cruda”, “Barres como si tuvieras prisa”. Hasta que un día tiró todos mis productos de limpieza y compró un jabón gris que olía a hospital de posguerra: “¡La química es veneno! ¡Aquí lo vintage manda!”.

Y lo peor: abría la nevera y tiraba mi comida recién hecha porque “le daba mal rollo” o “a mi hijo no le sienta bien”. Ahí reventé. Sin consultar a nadie, le solté todo el discurso que llevaba cocinando meses:

“Vives en MI piso. Te dejé quedarte de favor, no para montar aquí tu reinado. Se acabó. Vuelve con tu hija. No necesito otra madre, ni que me digan cómo gestionar MI casa”.

La cara que puso… ¡para enmarcar! Cuando llegó mi marido, intentó enredarlo. Pero él, sabiamente, dijo: “Esto es cosa vuestra”.

Entonces sacó el clásico: “¡Soy mayor, respétame!”, “¡Deberías estar agradecida!”. Y ahí le dije adiós con la mano:

“¿Agradecida? ¿Por convertir mi hogar en un sainete? No te pedí clases de vida, ni permitiré que mi casa sea el nuevo *Gran Hermano* de tus neuras”.

Le di un mes. Que arreglen su lío ellas. ¿Por qué yo iba a pagar su desmadre? Si no pudo con su hija, ¿ahora me toca a mí?

Ni de broma. En mi casa, mando yo. Punto.

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