

Desde entonces, los hijos me llaman cada día, pero lo noto: no es cariño, es la herencia.
María Luisa Gómez estaba junto a la ventana, contemplando con melancolía el patio invernal de su edificio en Madrid. Su piso estaba en silencio, solo el tictac del reloj marcaba el paso del tiempo. Llevaba años jubilada, y últimamente sus pensamientos volvían una y otra vez hacia sus hijos: dos hijas y un varón. Hoy era su cumpleaños. ¿Vendrían a felicitarla? ¿O al menos se acordarían de llamar? Aunque, siendo sincera, María Luisa ya no se hacía ilusiones.
“Recuerdo cómo hace treinta años mi marido me dejó sola con tres niños pequeños —pensó con amargura—. No quiso responsabilizarse: le agobiaban los llantos, el desorden constante y la falta de dinero.” Ella solo tenía treinta años, los mayores empezaban el colegio y el pequeño aún iba en pañales. Había que alimentarlos, vestirlos, educarlos…
Pero María Luisa no se rindió. Trabajó de lo que pudo: limpiadora, dependienta, canguro. Lo que fuera con tal de sacarlos adelante. Para su vida personal no quedó tiempo, solo soñaba con que a sus hijos no les faltara de nada.
Ahora, mirando atrás, entendía que quizás había sido un error priorizar el dinero sobre el cariño. Los niños no solo necesitaban ropa y comida, sino a su madre —leyéndoles cuentos, dándoles palabras dulces.
En aquellos tiempos difíciles, nadie la ayudó. Su marido se fue como si borrara a la familia de un plumazo. “Fue su decisión —pensaba ahora sin rencor—. Y no le juzgo. Cada uno sigue su camino.”
Los hijos crecieron, volaron del nido. Cada uno con su vida, su familia. Ella se quedó sola. La pensión era modesta, pero María Luisa había ahorrado toda la vida “por si acaso” —para ellos. Guardaba duros para bodas, pisos, el futuro de sus nietos…
Y ahora, años después, se encontraba con sus ahorros, su piso en el centro y un vacío en el alma. No tenía con quién hablar.
Hace una semana, un dolor agudo en el pecho la obligó a llamar a urgencias. La ingresaron, y tras unos días, los médicos le dieron un diagnóstico que la dejó helada: una enfermedad grave, sin pronóstico claro.
El personal avisó a su familia. Y entonces ocurrió el milagro: los tres hijos aparecieron en el hospital casi al mismo tiempo.
Hasta la compañera de habitación comentó, envidiosa:
—¡Qué suerte tiene! Hijos tan atentos, sin despegarse de usted…
María Luisa solo sonrió con tristeza. Conocía demasiado bien a sus hijos para engañarse.
Tras el alta, empezaron las llamadas diarias.
—Mamá, ¿cómo te encuentras?
—Mami, ¿necesitas algo?
—Madre, ¿has pensado en hacer testamento? Así evitamos problemas después…
Todo sonaba a preocupación, pero con un tono frío, forzado. No había ansiedad real, esa que no se puede fingir. María Luisa lo sentía: no era amor, ni añoranza. Era el dinero. Su piso de dos habitaciones en pleno centro. Sus ahorros, esos que había juntado para ellos durante toda su vida.
Su corazón se partía: ¿todo se reducía a esto?
Últimamente, María Luisa reflexionaba más que nunca. Miraba las ventanas iluminadas de los vecinos y entendía que su vejez no era como la había soñado. Imaginaba noches junto a la chimenea, leyendo a los nietos, celebrando navidades… En cambio, solo tenía silencio y llamadas rutinarias, cargadas de avaricia disimulada.
Cada vez se preguntaba más: ¿merecía la pena dejarles todo lo que había acumulado a costa de su propia vida?
Empezó a rondarle una idea salvaje, que incluso a ella le asustaba: donar el dinero a una organización benéfica. Y el piso… quizás dejárselo a su vecina Carmen, la que durante años había pasado a verla, le traía la compra, le preguntaba: “¿Qué tal estás, Marisi?” sin segundas intenciones, sin cálculo.
Aún no había tomado una decisión. Pero en su corazón crecía una certeza: el amor no se compra con regalos, ni pisos, ni ahorros. El amor, o existe, o no existe.
Y la vida es una. Y la vejez, también.
Si le tocaba pasar sus últimos años sola, al menos que sus actos fueran honestos, no dictados por un deber hacia quienes la habían olvidado cuando más los necesitaba.
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