

Tengo sesenta y dos años, él tiene sesenta y ocho. Nos estamos divorciando… después de 35 años de matrimonio.
Me llamo Luisa Martínez, tengo sesenta y dos años. Mi marido, Javier, tiene sesenta y ocho. Llevábamos juntos más de treinta y cinco años. Parecía que la vida ya estaba establecida: los hijos criados, la casa llena de recuerdos, y por delante, una vejez tranquila juntos. Yo creía que todo iba bien. Sí, había monotonía, sí, poca romanticería. Pero éramos una familia.
En Navidad, como siempre, nuestros hijos nos dejaron su gato y se fueron a celebrar por los Pirineos. Javier y yo nos quedamos solos. Durante esos largos días festivos, él me dijo que quería ir a su pueblo natal, al cementerio, para visitar a sus padres y de paso ver a su hermana. Lo despedí sin preguntar demasiado.
Pasó una semana. Volvió, y todo parecía normal. Pero unos días después, de repente, me soltó que había pedido el divorcio. Con calma, sin dramáticos. “No puedo seguir así. He conocido a alguien que me entiende. Alguien que puede… sanarme.”
Me quedé helada. Al principio pensé que era una broma. Pero hablaba en serio. Resulta que mientras yo cuidaba de la casa, planchaba sus camisas y le hacía cocido, él había reavivado un viejo romance con una mujer de antes de nuestro matrimonio. Ella lo encontró por internet. Vivía en el mismo pueblo que su hermana. Y cuando fue a “visitarlas tumbas”, en realidad pasó tres días con ella.
Ella es viuda. Según él, “tiene de todo”: un piso de tres habitaciones, una casa en el campo, varios coches y… habilidades de médium. Practica medicina tradicional, usa hierbas, da masajes, lee auras y, según sus palabras, “sabe detectar enfermedades a nivel energético”. Incluso puede “sanar” un cáncer en etapa temprana, según dice.
Le prometió salud, cuidados y, como plus, la casa en el campo con un coche de regalo si se divorciaba y se casaba con ella. Así fue como, en tres días, se desmoronó todo lo que habíamos construido durante décadas.
Me exigió que fuera urgentemente al registro civil a firmar el divorcio. Me negué. Le dije que no participaría en ese circo. Entonces él presentó los papeles. Me enteré de la fecha del juicio por casualidad, por una conocida que trabaja en el juzgado. Fui, destrozada, y le pedí explicaciones.
Pero en la demanda escribió que “no vivíamos juntos desde hacía seis años” y que “no compartíamos cama desde hace quince”. Todo mentira. Sí, había distancia entre nosotros, sí, éramos más como compañeros de piso, pero vivíamos bajo el mismo techo, compartíamos el día a día, hablábamos, resolvíamos cosas juntas. No entiendo cómo alguien con quien pasé toda mi vida adulta pudo borrarme tan fácil por una charlatana con aceites y promesas de “limpieza energética”.
Ahora espero el juicio. Duermo mal. A veces no tengo fuerzas ni para levantarme. Todo se desmorona. No es solo el divorcio, es la traición. Sigue viviendo en nuestro piso, pero me habla como a una desconocida. Frío, distante, como si yo le hubiera agobiado todos estos años. Cuando, como una ingenua, le pedí que recapacitara, solo se encogió de hombros: “Luisa, hace años que somos compañeros de piso. Quiero estar con quien me valore.”
Tengo miedo. No por mí. Por esa mujer que ha estado conmigo toda la vida, la que ya no reconozco en el espejo. ¿Cómo sigo adelante cuando todo lo que creía sólido era ilusión? Cuando has sido una esposa durante sesenta y dos años y, en un invierno, te conviertes en una anciana que ya no importa a nadie?…
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