

Hoy escribo estas líneas con el corazón apretado, porque la vida me ha puesto ante una encrucijada que me duele en lo más hondo. Me llamo Carmen, tengo 48 años, y aunque quiero a mi hijo más que a nada en este mundo, no puedo ceder en esto.
Mi hijo Javier y su novia Lucía quieren casarse y mudarse al piso que nosotros alquilamos en nuestra tranquilísima ciudad junto al Tajo. Es pequeño, de una habitación, lo compramos hace años con una hipoteca que acabamos de saldar. Para mi marido Antonio y para mí, ese piso es nuestro seguro de vida para la jubilación. Sin los ingresos del alquiler, dentro de unos años, cuando ya no trabajemos, nos espera la precariedad. No quiero pasar mis últimos años contando céntimos, temiendo no poder ni pagar las medicinas.
Lucía vive con sus padres, su hermana pequeña y su abuela enferma en un piso diminuto, donde apenas caben. Sus padres no tienen para comprarles una casa, y esperan que nosotros solucionemos su problema. Pero no puedo. Si les dejamos entrar, sé que nunca podré pedirles que se vayan, sobre todo si llegan los hijos. Y entonces, ¿dónde quedaremos nosotros?
Tengo una amiga, Maribel, que cometió ese error. Dejó que su hija y su yerno vivieran en su piso de alquiler, pensando que sería temporal. “Ahorrad, buscad vuestro sitio”, les decía. Pero en lugar de eso, se gastaban el dinero en viajes y caprichos. Ahora tienen dos niños, y Maribel no puede echarlos. “¿Cómo voy a dejar en la calle a mi hija y a mis nietos?”, me dice entre lágrimas, mientras ella apenas llega a fin de mes con su mísera pensión. Su historia es mi mayor advertencia.
Javier no lo entiende. “Mamá, no tenemos donde ir. En casa de Lucía es imposible”, me suplica, y su mirada me parte el alma. Le digo que alquilen algo, que empiecen como hicimos nosotros, pero solo veo decepción en sus ojos. Lucía calla, pero su silencio me acusa. Me siento una bruja, una madre egoísta, pero ¿acaso no tengo derecho a protegerme?
No duermo, imaginando a Javier y Lucía en un piso alquilado, pasando apuros. Pero luego recuerdo a Maribel y su desesperación, y el miedo me da fuerzas. Antonio y yo trabajamos como bestias para tener algo seguro. ¿Por qué deberíamos renunciar a eso? Ellos son jóvenes, fuertes, pueden luchar como lo hicimos nosotros.
Sin embargo, temo que este rechazo aleje a Javier de mí para siempre. Que me vea como una madre fría, que Lucía le haga creer que no le quiero. Esa idea es un cuchillo clavado en el pecho. Pero si cedo, ¿qué será de nosotros? A veces la generosidad es un abismo sin fondo.
Miro por la ventana nuestra ciudad nevada, y me pregunto: ¿estoy haciendo lo correcto? Quizás mi firmeza los ayude a crecer, o tal vez les robe a mi hijo. Solo sé que, aunque duela, no puedo dar un paso que arruine nuestro mañana. A veces, el amor duele, y amar también significa decir que no.
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