

“Me echó del piso y ahora acabo mis días en el pueblo”: la historia de una suegra
La vida me ha dejado sola en la vejez. No por mi culpa, ni por capricho del destino, sino porque mi nuera, aquella a la que un día abrí las puertas de mi casa, me echó como a un mueble viejo. Ahora vivo en una casa medio derruida, sin arreglar, en un pueblo perdido de la sierra. Sin agua corriente, con una estufa de leña que debo encender cada mañana, un retrete en el corral y cubos de agua del pozo. Todo lo que tenía ahora es suyo.
Me llamo Rosario Martín. Soy de Toledo. Mi hijo Juan tiene treinta y dos años. Se casó hace cinco. Lo hizo, me parecía, cegado por el amor. Trajo a casa a una tal Leticia, una muchacha del sur, sin trabajo, sin casa y, por lo visto, sin vergüenza. Mi hijo estaba embobado con ella; yo, desde el primer día, desconfiaba. Pero me callé. Esperaba que se le pasara.
Después de la boda, vivimos los tres en mi piso de dos habitaciones. Les dije que se quedaran con el salón, y yo me mudé al cuartucho, donde apenas cabe una cama. Dos meses después, Leticia anunció que estaba embarazada. Ya de bastante tiempo. Pero, curiosamente, Juan la conocía solo desde hacía cuatro semanas. Hice cuentas. No cuadraba.
“Nació prematura”, dijo ella.
¿Prematura? ¿Con cinco kilos y medio, sana como una manzana y sin nada de lo que suelen tener los bebés que nacen antes de tiempo?
Me callé. Mi hijo le creyó. Yo no. En el fondo, sabía que ese niño no era suyo. Pero, ¿qué podía hacer si él no quería verlo?
Al principio, Leticia intentaba hacer como que ayudaba: fregaba, cocinaba. Luego dejó de molestarse. Todo caía sobre mí. Pero lo peor vino cuando exigió que les diera mi pensión “para gastos comunes”. Sin disimulo, como si fuera lo más normal.
“¿Y tú qué aportas, Leticia?”, le pregunté. “¿No has trabajado ni un día en tu vida?”
Juan la defendió. Quería que le enseñara cada recibo, cada euro gastado en mí. Ella le había metido bien la idea. Sabía hasta el último céntimo de mis pensiones y ayudas. No podía ni comprarme unas pastillas sin que me dieran un sermón.
Hasta que un día me harté. Me compré una nevera y la puse en mi cuarto. Dejé de pagarles la comida, dividí las facturas. No tenía por qué mantener a una holgazana y a su hijo. Punto.
Entonces Leticia entendió que no iba a ser tan fácil deshacerse de mí. Un día, mientras estaba fuera, registró mis papeles. Encontró los documentos del piso. Y ahí estaba el detalle: después de divorciarme del padre de Juan, compré su parte, pero lo puse todo a nombre de mi hijo. En aquel momento pensé: “Que sea para él, al fin y al cabo es mi único hijo…”.
Leticia se frotó las manos. Me amenazó:
“Lárgate de aquí. No tienes derechos. Si le dices algo a Juan, me divorcio y me quedo con la mitad. Y entonces los dos, tú y él, os iréis a la calle”.
¿Qué podía hacer? Sabía que mi hijo estaba atrapado. No quise ponerlo en esa situación. Hice las maletas y me vine a esta casa familiar en el pueblo. La compramos hace años, pero nunca la terminamos. Y ahora estoy aquí, en este rincón olvidado, donde en invierno paso frío y en verano el humo de mi chimenea es la única señal de que alguien sigue vivo.
A Juan le dije que quería paz, silencio, aire puro. Él no sospechó nada. Y Leticia, encantada: una boca menos que alimentar. Ahora apenas veo a mi hijo. El primer año vino un par de veces, luego… ni llamadas. Sé que ella no se lo permite.
Solo me arrepiento de una cosa: de no haber puesto el piso a mi nombre. De haber confiado en el amor de mi hijo y en la decencia de mi nuera. Y ahora estoy aquí, sin techo, sin familia, sin esperanza. La vejez que debería ser tranquila se ha convertido en pura supervivencia.
Así que una mujer, una extraña que entró en mi casa, me lo ha quitado todo. El piso. A mi hijo. La dignidad. Y ahora solo me queda rezar para que Juan despierte algún día. Que entienda con quién se ha casado. Pero temo que, para entonces, será demasiado tarde.
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