

Verónica siempre había sido directa. Sus colegas la conocían por decir las verdades más incómodas, sin importar si alguien quería escucharlas o no.
Un día, Lucía pasó toda la mañana coqueteando con el nuevo informático, mientras atendía pedidos con rapidez, casi volando por la oficina. *”Oye, ¿sabías que su mujer está en el hospital dando a luz?”*, soltó Verónica. Así terminó el coqueteo, como un globo pinchado.
O como cuando Paula, que llevaba meses intentando dejar de fumar, probó de todo: parches, caramelos, incluso un cigarrillo electrónico. *”¿Te has molestado en leer los ingredientes de ese ‘milagro’? Porque nadie lo ha hecho. Y eso dice mucho.”*
Todos evitaban cruzarse con Verónica, nadie quería ser el siguiente en recibir una de sus frases afiladas. Pero a ella le daba igual. La verdad era la verdad, aunque nadie la pidiera.
Cuando se fue a una formación en el extranjero, todos respiraron aliviados. Fumaron a escondidas, coquetearon con clientes nuevos, celebraron los viernes locos y se besaron en rincones oscuros de la oficina, casados o solteros.
Tres semanas después, Verónica regresó. Siempre impecable—vestidos serios, tacones altos, maquillaje perfecto y un perfume intenso—, pero esa vez entró con unos vaqueros gastados y un jersey enorme, dos tallas más grande. Sin maquillaje, el pelo recogido en un moño descuidado. Gafas de sol que no se quitó hasta encerrarse en su despacho. Y en lugar de su aroma habitual, el suave *Truth* de Calvin Klein.
Lo más raro: no regañó a la secretaria por no tener los documentos listos. No llamó la atención al informático por hablar con su mujer por teléfono. Ignoró las cajas de archivos donde el abogado revolvía papeles.
*”No aprobó la formación”*, dictaminó el abogado.
*”Estará enferma”*, sugirió la secretaria.
*”¡Se ha enamorado!”*, rió Lucía.
*”¿Y por eso lleva un jersey enorme?”*, se burló la traductora.
*”En una hora hay reunión. Mejor prepararse en lugar de cotillear.”*
Pero Verónica no apareció. Todos esperaron, impacientes, hasta que el informático, junto a la ventana, exclamó: *”¡Mirad! ¡Ahí está!”*
Al otro lado de la calle, en una cafetería, estaba su Verónica. Pero distinta. No por el moño o la falta de maquillaje, sino porque, frente a ella, un hombre hablaba animadamente… y ella *reía*.
Todos se apretujaron en la ventana, incapaces de creerlo.
*”Esta mañana no encontré mi blusa”*, le decía Verónica a Carlos, sonriendo. *”Por eso me puse tu jersey.”*
*”Prefiero verte sin nada”*, respondió él.
Verónica enrojeció y le dio un suave golpe en el hombro. *”Cállate.”*
*”No puedo”*, susurró él, acercándose. *”Acabemos rápido y nos vamos. A mi casa o a la tuya. Da igual. Desde que nos conocimos en el aeropuerto, todo cambió.”*
*”Sí.”*
*”Por cierto…”*, murmuró él, *”llevas el jersey al revés.”*
*”¡Maldita sea!”*
*”Por eso tenemos que ir a mí. Para quitártelo.”*
Ella rio, sacó el móvil y marcó un número. En la sala de reuniones, sonó el teléfono de recepción. *”¡Buenos días! ¿Verónica? Ah… Sí. La esperaban en la reunión. ¿Que no vendrá? ¿Enferma? ¡Qué lástima! ¡Que se mejore!”*
La secretaria irrumpió en la sala. *”¡Verónica está enferma!”*
*”Ya lo vemos”*, dijo el informático, mirando por la ventana mientras Verónica, perfectamente sana, subía al coche de aquel desconocido. *”No aparecerá en días. Ni se os ocurra llamarla.”*
*”¿Por qué?”*, preguntó la secretaria.
*”¿Nunca has ido a trabajar con la ropa del revés y gafas de sol para ocultar que no dormiste?”*, Lucía se encogió de hombros, burlona. *”Cuando te da igual todo porque sigues con la cabeza en la cama… junto a alguien.”*
La secretaria tardó en asimilarlo. Los demás también.
*”Enferma, no aprobó…”*, Lucía se acercó a la puerta. *”Os lo dije: se enamoró. Y ahora nuestra Verónica es otra.”*
*”¿Durará?”*, gruñó el informático.
Ella lo miró, con complicidad. *”Eso depende de vosotros, hombres.”* Y salió.
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