

Desde pequeña, Lucía escuchó a las mujeres de su familia decir que no tenían suerte en el amor. Su bisabuela quedó viuda tras la guerra, su abuela perdió a su marido en un accidente en la fábrica, y su padre abandonó a su madre cuando ella apenas tenía tres años. Esas historias se clavaron en su mente, y a menudo pensaba: ¿y si su matrimonio terminaba igual? Aunque era lo último que deseaba.
Conoció a su futuro marido en una fábrica de automóviles en Sevilla. Trabajaban en el mismo taller, aunque en distintas secciones. En los descansos, compartían mesa, sonrisas y conversaciones. Todo empezó con inocencia, pero pronto se convirtió en un romance. A los seis meses se casaron y se mudaron al piso que su abuela le dejó en herencia. Primero nació Javier, luego Álvaro. La vida transcurría igual: trabajo, niños, rutina.
Cuando murió su madre, todo cayó sobre Lucía: la casa, los niños, el cuidado de su marido. Al principio él ayudaba, pero pronto todo cambió. Empezó a llegar tarde, irritable, distante. Luego se supo: tenía una aventura con una compañera más joven. La casa se convirtió en una parada rápida: entrar, cambiarse y desaparecer.
Lucía lo sabía, pero calló. Temía quedarse sola con dos hijos y sin ingresos. Intentó hablar con él, pero él solo apartaba la mano con desdén.
—Solo sirves para limpiar y callar. Eres patética— le escupió una tarde.
Aun así, ella esperó: quizá recapacitaría, volvería, entendería. Pero una noche, él simplemente recogió sus cosas y se fue. Sin explicaciones. Sin remordimientos.
—No te vayas, te lo suplico. Los niños se quedarán sin padre—, lloró en el pasillo.
—Ya no me interesas. No eres nadie—. La miró con asco y cerró la puerta de golpe.
Los niños lo oyeron todo. Sentados en el sofá, abrazados, no entendían por qué su padre no volvería. Se preguntaban qué habían hecho mal.
Pasaron meses. Lucía trabajó sin descanso: limpiando escaleras, haciendo lo que fuera para mantener a sus hijos. No pensaba en el amor—ellos eran su mundo.
Hasta que un día, volviendo del mercado en Madrid, dejó caer una bolsa. Alguien se agachó rápidamente.
—Déjeme ayudarla—, dijo un hombre amable.
—No es necesario, ya lo llevo yo…
—Igual quiero hacerlo—. Cogió las bolsas sin dar opción.
Así conoció a Rafael: amable, atento, humilde. Empezó a aparecer en el mismo supermercado donde la vio por primera vez. Una tarde, mientras ella fregaba el rellano de un edificio, apareció de nuevo.
—¿Necesita ayuda?— ofreció, y sin esperar respuesta, se puso a trabajar.
Esa misma noche fue a su casa: con flores, de traje, y una tarta. Los niños lo aceptaron al instante. Rafael era cálido, divertido, con historias de su infancia que los hacían reír. Hasta cuando confesó que, tras un accidente, le costaba hablar y moverse bien, los niños lo abrazaron con más fuerza.
—Eres como un padre de verdad— dijo Álvaro una vez—. Solo que mejor.
Pasó un año. Lucía y Rafael se casaron. La vida mejoró. La casa volvió a reírse, a oler a bizcocho recién hecho, a sentirse en paz. Javier ya salía con una chica, Álvaro jugaba al fútbol. Todo iba sobre ruedas… hasta que alguien tocó el timbre.
Era su exmarido. Demacrado, avejentado.
—Lo entendí todo. ¿Me perdonas?
—Llegas tarde—, respondió Lucía, fría.
—¿Papá?—balbuceó Álvaro, pero luego, con firmeza—: Vete.
—¡¿Así le hablas a tu padre?!
—¡Él no es nuestro padre! Nuestro papá es Rafael— dijo Javier, plantándose junto a su hermano.
—Destruiste sus vidas. ¿Y ahora quieres volver?— Rafael se puso junto a los niños—. Vete. Este no es tu lugar.
El exmarido miró a Lucía por última vez, pero ella ya le daba la espalda.
Cuando la puerta se cerró, Lucía abrazó a sus tres hombres: sus dos hijos y el hombre que se había convertido en su verdadero padre. Y su corazón se llenó de una felicidad cálida y silenciosa.
Había logrado lo que generaciones de mujeres en su familia soñaron: un hogar lleno de amor, respeto y calor.
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