

Todo empezó una noche bastante tarde. Ya pasaban de las diez cuando sonó el teléfono. En la pantalla, mi hijo. Con voz quebrada, me soltó: «Mamá, se han llevado a Carolina en ambulancia. Dolores fuertes, los médicos no quieren arriesgar. Voy con ella al hospital, pero no tengo con quién dejar a Juanito. Solo tú puedes ayudarnos…». Media hora después, ahí estaba mi hijo en el portal, con el bebé de año y medio, una mochila de pañales y bolsas hasta el suelo. En sus ojos, un cóctel de miedo y súplica. Claro que no pude negarme, aunque con Carolina, su mujer, tengo una relación que, por ser generosa, llamaría «gélida».
Desde que nació Juanito, me habían relegado al banquillo de su vida. Cuántas veces me ofrecí para ayudar: cocinar, cuidar al niño, darles un respiro… Siempre la misma cantinela: «Gracias, pero lo tenemos controlado». No insistí, pero me dolía. Soy abuela, ¿no? Quiero estar ahí. La última vez que vi a mi nieto fue en primavera. Luego, Carolina puso una muralla china. Con la pandemia, la paranoia llegó a niveles épicos: todo se desinfectaba con lejía, las puertas se abrían con el codo y las visitas, ni hablar.
Pero cuando cae el diluvio, hasta los más reacios abren el paraguas. Mi hijo me dejó un arsenal: potitos, cremas, instrucciones escritas como si fueran el código Da Vinci, ropa de repuesto y hasta un fitball. «Carolina solo lo duerme balanceándolo en la pelota, si no, no hay manera», me soltó apurado. Asentí, aunque por dentro pensé: «A ver, niño, eso es pamplinas. Un crío ha de dormirse solito, que esto no es un circo». Después de mandar a mi hijo al hospital, llamé a mi jefe y me cogí dos semanas de vacaciones. No era la primera vez que salvaba el mundo con menos herramientas.
La primera noche fue… digamos, memorable. El peque lloró como si le hubieran quitado el chupete ante un toro en plena Sanfermines. Los vecinos tocaron a la puerta preguntando si había un crimen en curso. Les expliqué la situación, se encogieron de hombros y se fueron. Pero para la tercera noche, el chiquitín ya se dormía más rápido. Le acariciaba la espalda con movimientos lentos, como si le cantara una nana sin palabras. Y así, bajo mi mano, se quedaba frito.
A los cinco días, Carolina llamó del hospital. «¿Qué le das de comer? ¿Cómo duerme? ¿De qué color son las cacas? ¿El puré es orgánico?». Respondí con calma: todo iba bien, comía mis purés caseros de verduras y frutas —nada de botes, que yo no me fío— y dormía como un lirón. Silencio al otro lado. No se creía que el niño pudiera dormir sin pelotas, ni rituales, ni manual de instrucciones.
Pasaron dos semanas. Me volqué en Juanito, le di todo el cariño que llevaba años guardando. Mis manos recordaron el peso de un bebé, mi corazón latía al ritmo de su respiración. Acabé agotada, pero feliz. Por fin me sentí abuela de verdad.
Cuando a Carolina le dieron el alta, le entregué al niño y recogí todas sus cosas. Ni un «gracias», ni una sonrisa. Solo una mirada torva y un:
—Lo ha hecho todo mal.
—¿Perdón? —no lo podía creer.
—Le ha cambiado el ritmo. Ahora se despierta llorando, y sus purés le han dado alergia. No nos ha escuchado. Le dije que siguiera nuestras reglas. ¿Por qué no lo hizo?
Me quedé de piedra. Dos semanas sin quejas y ahora, ¡zas!, toda la artillería. En vez de agradecimiento, bronca. Me dolió. Yo no me colé en sus vidas, les ayudé en un momento de mierda. Y lo único que saqué fue un «lo has estropeado todo».
Ahora no me dejan ver a mi nieto. Carolina dice que no soy de fiar. Solo veo a Juanito en las fotos que mi hijo sube a Instagram. Él no dice nada, no se moja. Y yo no insisto. Pero por dentro, me duele como si me arrancaran algo.
No creo haber hecho nada mal. Crié a mi hijo sin pelotas, sin horarios milimétricos, y mira qué buen hombre es. Ahora todo es purés pesados al gramo, siestas calculadas con cronómetro… ¿Dónde queda el cariño en todo esto?
No sé quién tiene razón. Solo sé una cosa: soy su abuela, y le quiero. Y si alguna vez vuelven a llamar pidiendo ayuda, abriré la puerta sin dudar. Pero el desprecio, esa frialdad… eso se me ha clavado como una espina. Para siempre.
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