Trabajé hasta el cansancio para comprar la casa de mis sueños.
No fue un regalo. No fue una herencia. No fue un golpe de suerte. Me gané cada rincón de ese lugar a base de esfuerzo. Turnos largos. Horas extras. Noches sin dormir. Facturas de niñera, comida para llevar, lágrimas en el baño y una columna vertebral desgastada por estar de pie 12 horas seguidas en el trabajo. Cada dólar que ahorraba era un dólar más cerca de algo mejor, no solo para mí, sino también para mis hijos.
Soñaba con un hogar con espacio para respirar. Un lugar donde mis bebés pudieran correr en un patio en lugar de saltar sobre los juguetes en un apartamento estrecho. Donde pudiera cocinar en una cocina de verdad, abrir las ventanas y dejar entrar la luz. Un lugar con raíces. Estabilidad. Paz.
Jack, mi esposo, había accedido a quedarse en casa y encargarse de todo. Ese era el trato. Yo trabajaría. Él cocinaría, limpiaría y se encargaría del caos mientras yo buscaba nuestro futuro.
Excepto que no lo hizo.
Llegaba a casa, exhausta, y encontraba platos apilados en grandes cantidades, juguetes como minas terrestres en el suelo y a Jack justo donde lo había dejado: en el sofá, con el mando en la mano, luchando contra zombies o extraterrestres o cualquier tontería digital con la que estuviera obsesionado esa semana.
“Cariño, sólo cinco minutos más”, murmuraba con los ojos pegados a la pantalla.
Cinco minutos se convertirían en tres horas, y cuando los niños se iban a la cama, yo estaba fregando cacerolas y doblando la ropa con el peso del mundo presionando sobre mis hombros.
Aun así, no me rendí. Seguí adelante con un objetivo en mente: la casa.
Y lo hice.
Lo compré. Por mi cuenta.
No era un palacio, pero era perfecto. Suelos de madera. Una cocina soleada. Un patio trasero con un columpio colgado de un viejo roble. Cuando el agente inmobiliario me dio las llaves, lloré. Ahí mismo, delante de todos. Porque yo lo había logrado. Lo había hecho realidad.
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