

“¡Tenéis un mes para dejar mi piso!” —dijo mi suegra. Y mi marido se puso de su lado.
Llevábamos Arturo aquí y yo dos años juntos cuando decidimos casarnos. En ese tiempo, creí de verdad que había tenido suerte no solo con mi prometido, sino también con su familia. Con su madre, teníamos una relación bastante buena. Siempre me tomaba en serio sus consejos, la respetaba e incluso me alegraba por dentro de tener una suegra tan sabia y amable.
La boda la pagó casi por completo ella. Mis padres solo pudieron ayudar con algunos gastos pequeños; estaban pasando por un mal momento, y nadie los culpaba. Todo parecía un cuento de hadas. Creía que solo nos esperaba un futuro brillante. Pero, apenas unos días después de la boda, mi “adorable” suegra nos soltó una bomba que aún me resuena en la cabeza.
—Bueno, hijos —dijo con frialdad—, ya he cumplido con mi deber como madre. Crié a mi hijo, lo eduqué, lo casé. Y ahora, por favor, haced las maletas: tenéis un mes exacto para dejar mi piso. Sois una familia, tenéis que aprender a valeros por vosotros mismos. Habrá dificultades, pero os harán más fuertes. Tendréis que ahorrar, buscar soluciones, ingeniároslas. Y yo… yo por fin viviré para mí.
Me quedé tranquila. Arturo no dijo nada. Pensé que era una broma, pero por la cara de mi suegra se veía que iba en serio.
—Y, por favor, no contéis con que vaya a cuidar de los nietos —siguió, como rematándonos—. Le he dado todo a mi hijo. Y no le debo nada a nadie más. Sí, seré abuela, pero no niñera. Siempre seréis bienvenidos de visita, pero no contéis con mi ayuda. No me juzguéis, lo entenderéis cuando lleguéis a mi edad.
Decir que me quedé en shock se queda corto. Todo en lo que había creído se vino abajo en un instante. Estaba en mitad del salón, que había considerado nuestro hogar temporal pero acogedor, y sentía que el suelo desaparecía bajo mis pies. Estaba furiosa, dolida. Esta mujer se quedaría sola en un piso de tres habitaciones mientras nos echaba a la calle como si fuéramos desconocidos. ¡Y Arturo es su hijo, él tiene derecho sobre ese piso!
Esperé a que dijera algo en mi defensa, que se pusiera de mi parte… Pero me miró y susurró:
—Quizá mamá tiene razón. Debemos aprender a apañarnos solos.
Enseguida empezó a buscar pisos de alquiler y a mirar ofertas de trabajo: “Quiero ganar más, ahora que tenemos nuestra propia vida”.
Lo miraba y no lo reconocía. ¿Dónde estaba el hombre que juró que nunca me dejaría sola? ¿Dónde quedaron sus promesas de protegerme y apoyarme?
Mis padres, lamentablemente, no podían acogernos; vivían en un pequeño piso de dos habitaciones con mi hermana pequeña. Y económicamente, menos aún. No les echo la culpa. ¿Pero dónde estaba esa suegra cariñosa y comprensiva cuando la necesitábamos?
He oído mil veces que las suegras pueden ser de todo tipo. Pero nunca pensé que la mía sería de las que echa a los recién casados sin pensar, aunque su propio hijo sea uno de los “desalojados”.
Y en cuanto a los niños… ¿Acaso no sueña cualquier abuela con cuidar de sus nietos? ¿No es para lo que viven las mujeres de su edad? Recuerdo cómo hace un año decía con ilusión: “Cuando tenga un nieto, ¡no lo soltaré de los brazos!”.
Y ahora: “No le debo nada a nadie”.
Quizá tenga razón, quizá realmente debamos aprender a vivir por nuestra cuenta. Puede que su decisión sea una forma de “amor duro”. Pero, siendo sincera, nunca volveré a mirarla con la misma confianza. Porque esa noche dejó claro que, en los momentos difíciles, ella está por sí misma, no por la familia.
¿Y Arturo? Eligió a su madre. Y aunque él crea que es algo temporal… para mí, ya es para siempre.
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