

Bueno, ¿qué os parece? Han llegado los parientes de mi suegra, Carmen Rodríguez, dos semanas antes de Semana Santa, y por lo que veo, no tienen ninguna intención de marcharse.
Yo, Lucía, ya no sé si reír o llorar. Estos invitados son todo un regalo, y parece que han decidido convertir nuestra casa en su hotel personal. Y Carmen, en lugar de ponerles límites, asiente con la cabeza y les sirve tortillas y rosquillas. Ni hablar de mi marido, Javier, que actúa como si no fuera problema suyo. Por eso he decidido contároslo, porque me muero de curiosidad por saber quién perderá la paciencia antes: ¿yo o ellos?
Todo empezó una mañana cuando me desperté por el ruido en la cocina. Pensé: “¿Habrá decidido Javier hacerme el desayuno para sorprenderme?” ¡Qué ilusa! Entro y me encuentro con toda una comitiva: la tía Margarita, su marido Antonio y su hija Marisol, venidos de un pueblecito perdido donde, según cuentan, la vida es más aburrida que un día de lluvia en Valladolid. Llegaron “para Semana Santa”, pero al parecer decidieron que la celebración comienza quince días antes. Carmen, radiante como un sol, ya estaba cocinando cocido madrileño. “Lucía, ¡si son familia! —dice—. ¡Hay que recibirlos como se merecen!” Yo miro las maletas en el recibidor y lo tengo claro: esto va para largo.
La tía Margarita tiene una voz que retumba como los tambores de una procesión. Nada más entrar, empezó a quejarse de lo caro que está todo en su pueblo, mientras alaba nuestro “paraíso capitalino”. Acto seguido, se puso a inspeccionar la casa. “Ay, Lucía, ¿por qué tienes las cortinas tan llenas de polvo? ¿Y esto qué es, una mancha en el sofá?” —pregunta mientras rebusca en el armario como si revisara cómo guardo la ropa. Apreté los dientes y callé, pero por dentro ya hervía. Antonio, su marido, es todo lo contrario: callado como una tumba. Pasa el día en el salón, viendo la tele y pidiendo que le pongan “los toros”. Marisol, su hija de veinte años, vive pegada al móvil, pero aún así se zampa la mitad de la nevera. Una vez entré en la cocina y la pillé terminando mi yogur favorito. “¡Ay, pensé que era de todos!” —dijo. ¡Claro, de todos menos de ti, Marisol!
Carmen, en lugar de insinuar que ya es hora de irse, aviva el fuego. Cocina como si fuera Nochebuena todos los días: cocido, croquetas, tortilla, rosquillas. Y los parientes, claro, encantados. “Carmen, eres nuestra salvadora” —arrulla la tía Margarita mientras pide tercera ración. Intenté hablar con mi suegra, a ver si dejaba de mimarlos tanto. Pero solo se llevó las manos a la cabeza: “Lucía, ¿cómo puedes? ¡Si es la familia! ¡Vienen una vez cada siglo!” Sí, y por lo visto piensan quedarse otro siglo más.
Javier, mi marido, es el campeón de la neutralidad. Le digo: “Javi, habla con tu madre, que les diga que ya es hora de volver”. Y él: “Lucía, aguanta, son invitados”. ¿Invitados? ¡Esto es un hostal! Ahora hasta voy al baño con horario porque Marisol pasa horas haciéndose selfies. Ayer la tía Margarita quiso “ayudarme a limpiar” y fregó mi sartén favorita con tanta fuerza que ahora no se pega nada. “Pensé que así quedaría mejor” —dijo. Mejor, sí, para tirarla.
Lo más gracioso es que ya hacen planes. La tía Margarita anunció que quiere quedarse hasta el puente de mayo para “ver cómo hacéis aquí las barbacoas”. Antonio sueña con ir de pesca con Javier, y Marisol pide que la llevemos al centro comercial porque en su pueblo “no hay ropa decente”. Me pregunto: ¿cuándo se irán? Y lo más importante: ¿cómo voy a aguantar hasta entonces sin perder la cabeza?
Ya empiezo a maquinar planes para deshacerme de ellos. ¿Decir que hay obras? ¿Que nos vamos de vacaciones? Pero Carmen parece encantada con la invasión. Ayer propuso hacer una gran comida de Pascua e invitar a los vecinos. “¡Que vean lo unida que es nuestra familia!” —dijo. Unida, sí, solo que yo ya me siento como una extraña en mi propia casa.
Lo único que me salva es el humor. Por la noche, cuando todos duermen, me sirvo un té y me imagino escribiendo un libro titulado “Cómo sobrevivir a la invasión familiar”. Habrá capítulos sobre esconder comida, sonreír cuando quieres gritar y no estrangular a tu suegra por su hospitalidad. En serio, sé que es temporal. Se irán, y la casa volverá a ser nuestra. Pero de momento cuento los días hasta Semana Santa y rezo porque la tía Margarita no decida quedarse hasta el verano.
¿Alguien más tiene parientes así? ¿Cómo los lleváis? Porque yo estoy al límite, pero no pienso rendirme. Quizá para Pascua me convierta en una maestra del zen. O al menos aprenda a esconder los yogures donde Marisol no los encuentre.
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