

**”¡A partir de hoy, todo será diferente!” — Cómo una mujer puso en su sitio a su marido y su hijo**
No soy de hierro. Soy una mujer normal, a la que también le duele la cabeza, que se cansa, que trabaja todo el día y por la noche carga con bolsas enormes de la compra porque en casa hay dos hombres, fuertes y bien alimentados, que parecen creer que la comida aparece por arte de magia. Y cuando las fuerzas se acaban, solo queda decir en voz alta lo que llevas tiempo gritando por dentro.
Hoy fue un día especialmente duro. En la oficina había un caos, el jefe estaba de mal humor desde por la mañana y apenas pude esperar a que terminara el turno. Ya en la parada del autobús, me di cuenta de que tenía que pasar por el supermercado: la nevera estaba vacía, y en casa me esperaban mi marido, Javier, y nuestro hijo, Adrián. Javier tiene cuarenta y dos años, alto y robusto, con un apetito acorde. Adrián tiene quince años, hace boxeo y después de entrenar devora todo lo que encuentra en el plato.
Caminaba hacia casa, doblada bajo el peso de las bolsas, maldiciéndome por haber cogido tanto. La cabeza me zumbaba, cada paso resonaba en mis sienes. Pero no podía no ir al supermercado… ¿quién lo haría si no yo?
Cuando por fin abrí la puerta, Javier ya estaba en casa. Tumbado en el sofá, viendo la tele. Ni una pregunta, ni un gesto de “¿Cómo estás?”, como si no existiera. Adrián seguía en el entrenamiento. En silencio, me encerré en el dormitorio, me tomé una pastilla y me tumbé. Quince minutos, solo eso pedía: recuperar el aliento, tranquilizarme.
El dolor de cabeza se calmó un poco, pero no del todo. Aún me sentía hecha polvo. Aun así, me levanté y fui a la cocina. Solo se oían mis pasos y el ruido de los platos, mientras la televisión vibraba en el salón. Preparé unos macarrones con tomate y corté algo de lechuga para una ensalada. Algo sencillo, pero suficiente. No estaba para grandes elaboraciones.
Adrián llegó más tarde. Los llamé a la mesa y me senté, pero lo que escuché me partió el alma.
—¿Otra vez macarrones? —resopló Javier—. Podrías haber hecho algo más interesante.
—Yo quería chuletas —apoyó Adrián, jugando con el tenedor en la ensalada.
Ninguno preguntó cómo estaba. Ninguno dio las gracias. Sabían que me dolía la cabeza. Vieron cómo llegaba cargada con las bolsas. Me oyeron suspirar y notaron que apenas podía mantenerme en pie. Pero lo único que supieron decir fue: “No nos gusta esto”.
Dejé el tenedor en el plato, los miré fijamente a los dos y, de repente, algo hizo click dentro de mí.
—¿No os gusta la cena? Pues no comáis. A partir de hoy, todo cambia. Estoy harta de ser la criada. ¿Queréis chuletas? Pues cocinadlas. ¿Queréis cocido? Pues poneos el delantal. Ya no seré yo quien cargue con las bolsas, cocine, limpie y encima reciba aspavientos. Ahora cocinaré, sí, para todos, pero uno de vosotros lavará los platos y el otro limpiará la casa. Vosotros mismos os repartís las tareas. Yo solo lavaré la ropa que esté en el cesto. Si los calcetines están bajo la cama, no son mi problema.
Una vez a la semana, los sábados, iremos juntos a hacer la compra. No soy una mula de carga. No soy la cocinera de turno.
Me levanté, me arreglé el pelo y me dirigí al baño. Antes de entrar, me giré:
—Ahora me ducho y me acuesto. Vosotros decidís quién friega los platos. Eso sí, si mañana la cocina está sucia, no habrá desayuno. Fin de la discusión. Buenas noches.
Me marché. A mis espaldas, un silencio absoluto. Hasta alguien apagó la tele. No me volví. Sabía que estaban mirándome fijamente, sorprendidos. Quizá desconcertados. O, tal vez por primera vez en años, reflexionando.
¿Y sabéis qué? No sentí culpa. Solo alivio. Porque a veces, para que te escuchen, hay que dejar de susurrar y hablar claro. Firme. Y sin pedir perdón.
**Lección aprendida:** No hay que esperar a estar al límite para poner los límites.
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